Estalinismo y cacerolas en Buenos Aires

El poder político está preocupado con las protestas precisamente porque las niega. Ese es el razonamiento que hacen ahora los sovietólogos del kirchnerismo, los que interpretan lo que pasa a partir de los jeroglíficos del gobierno argentino.

Por Gonzalo Peltzer (Quito, Ecuador)

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Por Gonzalo Peltzer.- Ya se sabe que aunque lo llamemos “cacerolazo” las cacerolas no son las verdaderas protagonistas de lo que está pasando hoy en la Argentina. El cacerolazo es una protesta más o menos espontánea de ciudadanos convocados a través de las redes sociales a golpear sus cacerolas, sartenes, ollas, jarras y cuanto utensilio de cocina tengan a mano desde las ventanas y balcones de sus casas.

Pero ocurre que a medida que se van animando bajan a las calles y empiezan a marchar hacia lugares neurálgicos de la ciudad. Lo más temido desde la época de la gran crisis de finales del 2001 es el desborde de la Plaza de Mayo, vallada desde entonces para proteger a la Casa Rosada, el palacio presidencial de Buenos Aires, al que además le han añadido una verja para defenderse del pueblo que gobiernan.

Se golpean sartenes y cacerolas en señal de que están vacías, pero ahora han aparecido también los “cortinazos”: comerciantes que cierran las cortinas metálicas de sus tiendas y se instalan en las calles y avenidas para protestar contra las medidas económicas que les impiden importar o vender sus productos.

A esos se suman los que cortan carreteras en contra de un nuevo impuesto que complica la rentabilidad de la producción agropecuaria. La última gran protesta fue organizada por el poderoso Sindicato de Camioneros, liderado por el secretario general de la CGT, Hugo Moyano, ya abiertamente enfrentado con el gobierno central. Igual que Daniel Scioli, el gobernador de la provincia de Buenos Aires, la más grande y poblada del país, a quien Cristina Fernández le ha instalado un vicegobernador con la misión de esmerilar su poder. Ahora mismo lo dejan sin los fondos necesarios para pagar los sueldos y lo obligan a suspender las obras públicas.

En la Argentina de hoy se ha vuelto muy difícil rentabilizar la producción de alimentos, que es principal riqueza del país. Tampoco se puede ahorrar porque la inflación come el dinero de los bolsillos y los precios suben más que los salarios. Pero, además, mientras el peso se deprecia, el gobierno prohíbe comprar dólares o cualquier moneda fuerte y ya casi no se puede importar nada. Como resultado no hay remedios, ni juguetes, ni planchas, ni zapatillas, ni sardinas, ni repuestos, ni azafrán…

A ver si se entiende de este modo: en lugar de abocarse a solucionar estos problemas, el gobierno los ignora. En lugar de arreglar la realidad, cambia el relato. La inflación es patente hace años para cualquier persona –todos– que tiene que comprar los productos más elementales, pero el gobierno dice, también hace años, que no hay inflación y lo certifica desde el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (Indec).

Pero lo curioso es que no solo ignora la inflación, también ha decidido ignorar las protestas que la inflación causa en los medios del poder y de sus amigos: los que viven de la publicidad del gobierno aunque no tengan audiencias.

Para ellos son cuatro terratenientes y oligarcas los que salen a golpear sus sartenes de teflón por las calles de los barrios tradicionales de Buenos Aires. El gobierno argentino niega tanto los cacerolazos como los reclamos del gobernador o de los sindicatos y todas las manifestaciones en su contra, como Stalin borraba de las fotos a Trotsky, pero lo hace en la época de Twitter y Facebook.

También niega el gobierno cualquier posibilidad de preguntar a los periodistas… o a los ministros: da igual. El único modo de conocer la voluntad de la presidenta es a través de sus discursos, a los que asistimos todos por obligación con ansiedad creciente cada vez que convoca a una cadena nacional para sorprendernos con la inauguración de un criadero de chanchos.

Sabemos que el poder político está preocupado con las protestas precisamente porque las niega. Ese es el razonamiento que hacen ahora los sovietólogos del kirchnerismo, los que interpretan lo que pasa a partir de los jeroglíficos del gobierno argentino. Si fueran cuatro aristócratas malcriados de Buenos Aires o seis sindicalistas corruptos que marchan por sus privilegios perdidos, los mostrarían con las miles de cámaras que tienen a su disposición.

Es lo que intentaron hacer con las cámaras de la Televisión Pública. Salieron disfrazados de CNN a buscar manifestantes caceroleros para después caricaturizarlos en su pantalla. Instalaron un cubo de CNN en un micrófono y engañaron a la gente con preguntas para que contesten lo que querían oír.

Luego, ya se sabe, el material se edita y salen los imbéciles que nunca faltan en toda manifestación y en cualquier espacio del espectro ideológico. La farsa fue tan patente que ellos mismos se avergonzaron de lo que habían hecho… después de hacerlo, claro. Pero vale la excusa: es toda una señal de la descomposición del sistema soviético en pleno siglo XXI.

Fuente: diario “El Universo”, de Quito, Ecuador.

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