Entrevista a Hilda Molina: la desilusión de una revolucionaria

A un año de su llegada a la Argentina gracias a un permiso especial y largamente demorado del gobierno cubano, la neurocirujana habló de su pasado revolucionario y de la situación de los derechos humanos en la isla.

Por José María Poirier y Virginia Bonard (Buenos Aires)

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Por Poirier, José María – Bonard, Virginia. A un año de su llegada a la Argentina gracias a un permiso especial y largamente demorado del gobierno cubano, la neurocirujana habló con Criterio de su pasado revolucionario y de la situación de los derechos humanos en la isla.

Todo testimonio tiene una doble cualidad: lo expresado es tan subjetivo como irrefutable. No por nada, la doctora cubana Hilda Molina, conocida disidente del régimen de Fidel Castro, tituló su reciente libro Mi verdad. El subtítulo de la edición de Planeta (Buenos Aires, abril de 2010) da cuenta del hilo conductor de estas memorias: “De la Revolución Cubana al desencanto: la historia de una luchadora”. En una prosa prolija y musical, con la elegante suavidad del decir caribeño, Hilda Molina cuenta la historia de su vida. En la primera parte su compleja niñez, el Dios de la infancia y la temprana pasión por la medicina.

Después el libro abarca en cuatro capítulos el lapso que va desde su encuentro con la Revolución, cuando el 1º de enero de 1959 escuchó por radio la proclama de Castro desde el balcón del ayuntamiento de Santiago de Cuba, apenas huido el dictador Fulgencio Batista (“Ni ladrones, ni traidores ni intervencionistas, esta vez sí que es la Revolución”), hasta nuestros días, después de haber pasado por variados e importantes roles en la vida científica y política de su país, inclusive como diputada, para concluir en una profunda crisis ideológico-espiritual y convertirse en una perseguida política.

Una semana después de ese discurso, Fidel Castro hizo su entrada triunfal en La Habana. El 8 de enero prometió: “La tiranía ha sido derrocada. La alegría es inmensa. No nos engañemos creyendo que en adelante todo será fácil; quizás sea más difícil. Decir la verdad es el primer deber de todo revolucionario”. Referimos esta promesa porque con ella se confrontará permanentemente nuestra entrevistada. De esas palabras pedirá cuenta una y otra vez al líder revolucionario.

Cinco días antes de que los diarios de medio mundo publicaran la noticia de la libertad concedida a Ariel Sigler Amaya por parte de Raúl Castro –gracias a la mediación de la Iglesia–, y el traslado de otros detenidos políticos, nos encontramos en un luminoso y despojado departamento de Ciudad Jardín, en la localidad de El Palomar, en la periferia de Buenos Aires, con la neurocirujano Hilda Molina y pudimos saludar también a su anciana madre. Lucía atenta y cansada, con un cansancio de larga data. “Claro –enseguida nos confiesa– todo lo que puedo contarles esta tarde, en realidad ya está, de una manera u otra, narrado en mi libro”.

Sin embargo, su amabilidad nos permite conversar durante dos horas largas sentados en el living. Muy delgada, abrigada en el sillón, su madre sigue todo el diálogo con extrema lucidez y responde a algún que otro requerimiento. Para ella “los inviernos de Buenos Aires son muy fríos”. Tanto en la madre como en la hija se advierte que junto a la alegría del reencuentro con la familia también está la nostalgia del sol cubano y del malecón de La Habana. “Si pienso en mi historia, antes de la revolución yo era la persona más inadecuada para recorrer el proceso que viví. No estaba preparada física ni psicológicamente, pero mi entrega a los ideales revolucionarios fue completa y radical”, dice.

Nos refiere que desde chica jugaba a ser médica con “pasión casi obsesiva”. No le atraían las distracciones ni el deporte, siendo su padre profesor de educación física. Quería que los recreos terminaran pronto para seguir estudiando: “Comprendo ahora que no es bueno ser adulto antes de tiempo; hay que saber vivir la infancia y la adolescencia”.

Cuando le preguntamos por la felicidad a esta mujer menuda, de rasgos delicados y mirada afligida, no duda: “No me sentí feliz salvo en pocos momentos, como cuando nació mi hijo, cuando visitaba enfermos o investigaba temas de mi profesión. Llevo la tristeza en los genes o en mi personalidad. Provengo de una familia signada por infortunios”, concluye con cierta resignación.

Como para casi todos los cubanos, la figura de Fidel Castro es ineludible. En la isla dicen que, para bien o para mal, todos se confrontan a diario con él. El “comandante” lleva más de medio siglo dominando la escena social y política de su país. De alguna manera, pareciera que todo lo anterior, desde José Martí o Félix Varela, confluyera en él; y sólo desde él se abriera cualquier posible futuro. “Para Castro los cubanos somos como una sub-especie: o pensamos como el régimen quiere que pensemos o lo hacemos como lo determinan las potencias enemigas, como si no tuviéramos capacidad de pensar por nosotros mismos y de elaborar un pensamiento crítico”, sentencia. Y añade: “A los cubanos nos toca ir presos por decir o escribir lo que pensamos”. Los tan vergonzosos agravios en la Feria del Libro de Buenos Aires, donde no le permitieron hablar, o en Córdoba, donde la insultaron en la calle a la salida de una reunión, no la sorprenden: “El régimen tiene expertos en las redes de inteligencia y siguen los métodos de los servicios secretos de la vieja Alemania Oriental o de Moscú. El nuestro es un estalinismo caribeño”.

A ese Castro que la deslumbró de joven y que prometía todas las maravillas que la entusiasmaban, entre otras terminar con la pobreza y la caridad humillante de la sociedad capitalista, restablecer la moral y vivir en la igualdad, tendrá ocasión de tratarlo en muchas oportunidades: “Yo sé que él nos robó la vida y también que nosotros nos dejamos robar”. Primero lo encontrará siendo ella dirigente estudiantil y luego brillante neurocirujana, pero la relación se intensificará a su regreso de Argelia, donde fue enviada durante dos años en una misión que quebró definitivamente su fe interior en el comunismo castrista. Del África volvió físicamente agotada y moralmente destruida por las atrocidades que le tocaron vivir. Decide entonces refugiarse totalmente en la medicina: “Me sentía obligada con mis enfermos cubanos y definitivamente alejada de la militancia política, en esa doble vida tan característica y tan perversa de nuestro sistema”. A partir de la fundación del internacionalmente reconocido Centro de Restauración Neurológica, alcanzado gracias a su esfuerzo personal y al apoyo de numerosos científicos de todo el mundo, se inició una nueva etapa en su relación con Fidel Castro. El líder comprendió la importancia política de esa iniciativa que tropezaba con la burocracia del partido, y comenzó a visitarla hasta tres veces por semana e invitarla en numerosas ocasiones. Hilda se sentía molesta por los insistentes requiebros, como diría Lope de Vega (nuestros coloquiales “piropos”), del comandante para con esta mujer que tanto parecía interesarle y a quien le mandaba perfumes. Hilda lo describe como lleno de magnetismo y ególatra, de inteligencia superior y personalidad patológica, tan carismático frente al público como tímido y algo torpe en privado.

Sospecha que tanto personal encono para con ella hoy tiene que ver también con su rechazo a pasar del plano político y profesional a otro más personal, como el comandante requería. Cuando el Centro pasó definitivamente a ocuparse de enfermos extranjeros que pagaban en dólares, dejando de lado a los cubanos, Hilda abandonó su cargo, renunció al partido y devolvió las muchas medallas con las que había sido condecorada. “La fascinación de mi juventud se fue convirtiendo, año tras año, en desencanto y temor. Me decepcionaban la mentira descarada y la prédica falsa. Me ofendía la incoherencia de los dirigentes políticos, la sistemática destrucción de las familias, la ausencia de toda referencia trascendente. Comprendí que los ojos de Fidel, que tanta turbación me imponían, eran los de un hombre sin alma que permanentemente buscaba el aplauso de quienes lo rodeaban. El sistema enferma: se renuncia a la patria, a la familia, a la bandera… es terrible. Y Fidel me quería, así lo dijo, sepultada en Cuba. Rechazaba la idea de pudiera volver a abrazar a mi hijo y conocer a mis nietos”.

El encuentro con Hilda Molina es una de esas experiencias que difícilmente puedan olvidarse. Impresiona su carácter, su serenidad al referir la angustia de su vida, la firmeza con que analiza su propia conducta en los largos años de castrismo. Es severa jueza de sí misma. Preserva en su mirada y en su decir algo de la genuina entrega de un revolucionario, pero en este caso de una revolucionaria desencantada. Es intransigente con la prepotencia, con la obsecuencia, con la obscenidad, con la injusticia y con las promesas malogradas. Ama entrañablemente a su hijo –también neurocirujano y casado con una argentina–, a sus nietos, a su valiente madre. Toda esta historia podría también escribirse desde el itinerario espiritual de una mujer que abandonó la fe tras los ideales de la revolución –si bien le confió desde siempre a su madre la instrucción religiosa del hijo–, que vivió sucesivas crisis y vacíos interiores y que, finalmente, se reencontró en plenitud en el seno de la comunidad cristiana: “Regresé a la Iglesia con la mayor humildad, con sed de espiritualidad y de la mano de mi madre. Los obispos de mi patria están cumpliendo una maravillosa labor pastoral, social y espiritual. La visita de Juan Pablo II a la isla fue algo increíble: todos los cubanos pedíamos libertad en la Plaza de la Revolución frente a un Fidel Castro estoicamente sentado, por conveniencia, en primera fila”.

Textuales

Dios, Hilda y Fidel

“A participar de la Revolución me movieron las palabras de Fidel Castro. Lo oí por primera vez cuando él habla desde Santiago de Cuba en su declaración del 1º de enero de 1959. No tiene una voz bonita pero aquello que decía me parecía el Evangelio con el que me había educado, pero Fidel lo iba a convertir en realidad. Y me pregunté: ‘¿Cuándo volverá a hablar este hombre?’. Estaba pendiente de la radio y la televisión. Por fin llegó el día 8 a la capital y pronunció un largísimo discurso. Mientras hablaba, una paloma se posó en su hombro. Hay quienes dicen que fue preparado. Yo fui de las que creí que era el Espíritu Santo que lo estaba ayudando… Mi madre me dijo que ese no era el Espíritu Santo, era solamente una paloma. Puedo recordarme sentada en el suelo, delante del televisor, y aquella paloma y aquel hombre diciendo maravillas… Yo tenía 15 años”.

De promesas y quimeras

“Castro prometió una sociedad perfecta en la que cada ser humano tendría lo que se ganara con sus méritos. Involucró a todo el mundo en la construcción de esa sociedad, en la que no importaría la condición social ni la raza, hablaba de erradicar la pobreza… A mí me dolía muchísimo la caridad humillante. Si tienes que darle algo a alguien no lo tienes que pregonar, como hace el gobierno cubano, que cuanta cosa le da al pueblo lo pregona. Y tampoco lo de la sociedad capitalista, cuando van las señoras acaudaladas a ofrecer dádivas… Yo acosaba a mi madre con preguntas: ‘¿No es más fácil que no haya pobres a que tengan que estar dándoles estas limosnas en público?’. Y los revolucionarios llegan y dicen que no va a haber niños sin escuela, ni enfermo sin médico, ni corrupción, ni vulgaridad, ni prostitución, ni vicios. Fidel parecía ser el hombre más exquisito, el que iba a construir una sociedad delicada, llena de esperanza, de amor. Si nos sacrificábamos, íbamos a lograrlo. Me dije: ‘Ha bajado aquí el mensajero de Dios para hacer realidad el Evangelio en el que yo he sido educada’. Y eso hizo que muchos lo siguiéramos ciegamente”.

De Fidel y los cubanos

“Dejamos de ser personas para hacer lo que él dijera. Dejamos de pensar para que él pensara por nosotros. Es decir que renunciamos al pensamiento, al alma, a la conciencia: se lo entregamos todo. Creó las condiciones para robarnos todo pero nosotros nos dejamos robar. Este tipo de elegido, de iluminado, aparece periódicamente para desgracia de la humanidad. Como partes de aquella masa, estábamos dispuestos a dejarlo todo para ceder a sus prédicas cautivantes, para construir la sociedad perfecta”.

Antigua tristeza

“Fidel Castro es tan inteligente que le asigna a cada persona la condena que más le duele. Él sabía que yo no podía vivir sin la luz de los ojos de mi hijo, que idolatro, y me condenó. Me privó de mi hijo durante 15 años. Cuando renuncié al centro tenía 50 años pero parecía más joven. De pronto me cayeron todos los años encima. Se me llenó la vida como de un invierno. Además reflexioné cómo me había equivocado, el camino que había torcido, cómo hubiera podido ser mi vida de otra manera. Por eso llevo una tristeza tan grande”.

Médica desde siempre

“A mí no me hizo médica la Revolución. Si Fidel Castro no hubiera llegado, yo lo habría sido de todas maneras, primero porque mi madre y mi padre se hubieran esforzado de no haber tenido la beca y, segundo, porque ya la tenía. Así que eso no se lo tengo que agradecer a la Revolución de Fidel Castro. Yo ya tenía proyectos sólidos: muchos hijos, un matrimonio estable, una familia grande y ser médica. Creo que hubiera podido hacerlo también sin Fidel Castro, y no hubiera torcido el rumbo de mi vida como lo hice”.

De la felicidad

“En muy pocos momentos de mi vida puedo decir que me he sentido feliz, porque siempre me he dedicado a analizar los problemas, a estar pendiente de las situaciones de las personas que quiero, y eso comenzó desde muy pequeña… Fui feliz, por ejemplo, cuando cargué a mi hijo por primera vez, el día que nació. Fui feliz visitando a los enfermos, recorriendo el hospital donde estudié, el instituto donde me especialicé y mi centro, ese centro que adoré. Y fui extraordinariamente feliz cuando operé en compañía de mi hijo”.

Maldiciones

“Cuando Castro se enteró de mi renuncia y de que mi hijo no iba a regresar al suelo cubano, dijo ‘Le va a pesar, ella va a quedar sepultada en Cuba y nunca más va a volver a verlo’. Cuando supo del libro, tengo la información segura de que dijo: ‘A ese libro yo lo hundo y si no a ella le va a pesar haberlo escrito’.”

Ojos así

“Los ojos de Fidel Castro me aterraron. Si en 1959 hubiera tenido la posibilidad de verlos de cerca no lo hubiera seguido. Cuando lo conocí personalmente, enseguida vi un ser humano sin alma, alguien que busca siempre un auditorio, que lo aplaudan; es un ególatra. Alguna vez pensé: ‘¨Pobrecita mi patria, estamos en manos de este monstruo’. Un monstruo peligroso, un ser humano con mucha inteligencia pero sin alma”.

De la cárcel

“La persecución que sufrieron las religiones, pero específicamente la Iglesia católica en Cuba, fue enorme. Trataron de tirar una cortina de humo. El propio cardenal Ortega, cuando era un sacerdote joven, estuvo preso en las unidades militares, que eran campos de concentración de trabajo forzado, a donde llevaban a los homosexuales, a quienes escuchaban The Beatles, a los jóvenes con cabello largo o que vestían estilo hippie, a los evangélicos, a los testigos de Jehová…”.

“Se terminó”

“Sentía que durante 35 años yo había estado, sinceramente o no, identificada con ese sistema, había sido funcional. Por lo tanto mi deber era frente a ellos. No me escapé en un viaje, no me fui en una balsa ni me quedé en el extranjero en uno de los tantos viajes que hice en medio de ese conflicto. En 1994 renuncié. Les entregué el carnet del partido, que es una de las afrentas más grandes que se les puede hacer. ‘Al partido no se renuncia’, me dijeron. Yo había sido muy condecorada; estos sistemas estalinistas ponen medallas. Les devolví todas las condecoraciones, como protesta, cuando rompí con ellos”.

¿Cuba para los cubanos?

“Los cubanos somos personas de última categoría en nuestro país. Los extranjeros tienen derecho al turismo y nosotros no. Tienen derecho a invertir, nosotros no. El Centro de Restauración Neurológica terminó siendo para pacientes extranjeros: los cubanos no pueden estar allí porque el gobierno necesitaba dólares. Le dije a Castro que me parecía una inmoralidad transformar el Centro y convertirlo en sólo para extranjeros. Y él me dio la razón, me dijo: ‘Tú no vayas a permitir eso’. Pero nada hizo”.

Desencantada y con careta

“En mí se fue produciendo un proceso de desencanto progresivo [del régimen castrista] que llegó a su clímax entre 1980 y 1983, cuando estuve como neurocirujana en Argelia cumpliendo con lo que se llamó Misión Internacionalista. Pasé más de dos años allí y palpé la crueldad del sistema, viendo hasta qué punto degradaban nuestra moral para que no quisiéramos irnos. Fuimos engañados porque nos decían que íbamos a cumplir una misión humanitaria pero cuando exigí leer el contrato que querían que firmara, vi que iban a pagar, por cada médico, unos mil dólares mensuales al gobierno cubano, y no a mí. Además, por cada guardia, consulta y operación que hiciera, el gobierno ganaba más dólares. No nos habían dicho nada antes. Yo no quería el dinero pero que por lo menos me hubieran dicho: ‘Nosotros vamos a cobrar este dinero y vamos a invertirlo para el pueblo’. Como nunca me ha interesado la política, aunque la vida me ha llevado a incursionar en ella, me dije: ‘Que los políticos resuelvan esta barbaridad, yo me voy a dedicar a la medicina. Cuando regrese a Cuba voy a dedicarme al proyecto de restauración neurológica, tratando de llevar ese nuevo campo a mi país. Voy a vivir dedicada a la medicina, separada mentalmente y fingiendo, incurriendo en lo que incurren miles de cubanos: ponerse una máscara política para decir que sí, que estoy de acuerdo’”.

Hilda adolescente

“Yo era una niña diferente, amable con todo el mundo, nunca me creí superior a nadie, a pesar de que siempre fui el primer expediente [la mejor de su curso]. Eso me daba lugar a que muchas de mis condiscípulas no me entendieran. Me he dado cuenta de que el ser humano no acepta tener un semejante que sea diferente. Decían que si yo era rara, que si yo era engreída, que si era orgullosa, que si era vanidosa, y alguna inclusive utilizaba mis conocimientos… El ser humano a veces es despiadado con el semejante que no se ajusta a los patrones que la sociedad establece”.

La Iglesia católica en Cuba

“A 15 años de mis denuncias al régimen y habiendo vivido allí sepultada, pude constatar el proceso de la Iglesia cubana. Su labor es extraordinaria. Espiritualmente alimenta las almas de los hambreados cubanos. Y también los cuerpos. Mucha gente se alimenta porque la Iglesia católica se ocupa. Mucha gente se viste porque la Iglesia se ocupa. He visto la ayuda que dan a las personas más necesitadas sin preguntarle su filiación religiosa. La Iglesia está cumpliendo su misión pastoral, trabajando con la espiritualidad tan devastada del pueblo cubano, y además está practicando la caridad cristiana. La admiro profundamente. Regresé a ella con la mayor humildad del mundo y tengo la satisfacción de que el Centro que yo dirigía es el único hospital comunista, o de un gobierno comunista, donde se ha celebrado misa”.

Fuente: revista Criterio, Buenos Aires, Nº 2361, junio de 2010.

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