Entre el abismo del mal y el Paraíso

Fernando Ortega, especialista en lo que podría denominarse una “teología mozartiana” en su reciente libro indaga sobre la obra y la figura del genial compositor de Salzburgo.Acaba de presentarse en Buenos Aires la versión en castellano del libro de Fernando Ortega y Claire Coleman, Junto a Mozart.

Por José María Poirier (Buenos Aires)

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Por José María Poirier.- Fernando Ortega, especialista en lo que podría denominarse una “teología mozartiana” en su reciente libro indaga sobre la obra y la figura del genial compositor de Salzburgo.Acaba de presentarse en Buenos Aires la versión en castellano del libro de Fernando Ortega y Claire Coleman, Junto a Mozart. Una lectura espiritual de sus grandes óperas, cuya edición original en francés fue presentada en París a comienzos de este año (Avec Mozart. Un parcours à travers ses grands opéras) y comentada en Criterio en su entrega de abril pasado (ver “El infierno de Mozart”, por José María Kokubu). En conversación con el autor argentino, decano de la Facultad de Teología de la UCA desde marzo de este año, volvimos sobre sus anteriores trabajos dedicados al compositor de Salzburgo, que empezaron con su tesis doctoral: “Belleza y revelación. Estudio del simbolismo cristiano en el pensamiento musical de Mozart”. ¿Por qué el término “pensamiento musical”? “Es una noción –explica Ortega– tomada de un musicólogo y filósofo francés, Jean Victor Hocquard, que junto con mi maestro Eduardo Briancesco, a quien dedico este libro, me inspiró mucho”. En efecto, gracias a Briancesco, conoció la obra de Hocquard y pudo dictar algunos cursos de ópera en la década del 80 en Buenos Aires. Fernando Ortega tiene 61 años, es además bioquímico, su primera profesión antes de decidirse por el sacerdocio y luego por la teología en la obra de Mozart. “Con la francesa Claire Coleman –cuenta– llevábamos años hablando y corrigiendo textos sobre Mozart y pensamos que merecía escribirse una obra a dos voces”. Evidentemente tienen muchas coincidencias, aunque Ortega se reconoce más sensible a la ópera y Coleman a la música instrumental. Para expresar su pasión por este músico, recurre a una frase de Gioachino Rossini que había definido a Ludwig van Beethoven como el más grande de los músicos. Cuando, entonces, le preguntaron por el autor de La flauta mágica respondió: “Mozart es único”. Otro dato de interés, observa Ortega, es la evidente participación de Mozart en los libretos de sus últimas siete grandes óperas. Y rechaza con indignación la afirmación de Richard Wagner, en el sentido de que Mozart ponía su “música divina en cualquier texto”. “En carta a su padre –relata Ortega– le dice que había leído y rechazado muchos libretos”. Incluso afirma haber reducido con Metastasio una ópera seria a verdadera ópera, en el caso de su reelaboración de La clemencia de Tito, con coros y escenas concertantes. Para Ortega hay un síntesis única en Mozart entre lo sensual y lo espiritual: “él ama este mundo, ama la vida, acaso esa conjunción haya comenzado en sus viajes de chico por Italia”. En ese sentido la sensibilidad católica de Mozart se distancia claramente de la religiosidad de la Reforma. ¿Y cómo se le ocurrió esta nueva investigación? Ortega explica que al verse obligado a exponer de manera ordenada su trabajo anterior, pensó un esquema: 1) estudiar el reflejo de Dios en la música de Mozart según dos abordajes, el Dios de Mozart y el Mozart de Dios, 2) la voz oculta, la antropología mozartiana: ¿qué tipo de humanidad se desprende de su música, donde el hombre y la mujer se mueven en libertad?, 3) el final de su vida, los años 1790 y 1791, allí hay un enigma y un misterio. ¿De qué habla Ortega? ¿Acaso no lee lo que quiere encontrar en esa música? Esa podría ser una objeción a su trabajo. Pero Ortega señala que para todo oído atento, la música de Mozart tiene un sustrato profundo de alegría y de beatitud, una constante a pesar de las tragedias. Y también insinúa que se habría dado hacia el final de su vida algo que los místicos llaman “noche oscura”, una suerte de silencio y oscuridad que lo asaltan en el penúltimo año de su joven vida. “Se trata de un desierto –explica Ortega– porque después de haber escrito hasta veinte obras por año, se sumerge en la inactividad. Sin embargo, misteriosamente, sale de ese trance y en su último año de vida compone más de treinta obras, entre ellas La flauta mágica, La clemencia, el Réquiem inconcluso, el concierto para clarinete…”. Por otra parte, Fernando Ortega reconoce que su trabajo es una hermenéutica personal, fruto de muchos años de convivir con esa música. En una carta a Constanze, su esposa, Wolfgang Amadeus escribe en 1790 que si la gente mirara dentro de él le haría sentir vergüenza, un vacío glacial habitaba su existencia. Al año siguiente le dice que no puede explicarle lo que siente. Es una cierta aspiración que le hace mucho mal, que no puede ser satisfecha y que crece día a día. Y esto se da en medio de una gran fecundidad musical recobrada. Ortega ensaya una explicación: “La experiencia de ese vacío –dice– se prolonga pero ha habido una metamorfosis, una suerte de experiencia mística profunda. He querido hablar en este libro de la Pascua de Mozart, de un proceso de muerte y resurrección. Tomé conciencia, inesperadamente, de que reproduce las tres grandes partes de la Suma teológica de Tomás de Aquino: Dios, el hombre, Cristo”. Evidentemente, se nos invita a una lectura del “pensamiento musical” mozartiano donde también confluyen la experiencia, la fe y la mística. En este sentido, el libro no está guiado sólo por la pregunta sobre el acto creador del músico, sino que ahora interviene una matriz interpretativa que Mozart no utilizó para componer sus obras pero que a Ortega se le manifiesta bajo la forma de la Comedia de Dante Alighieri. “Mozart –sostiene– recorre dos veces el itinerario de la Comedia (infierno, purgatorio, paraíso), recién cuando concluye el segundo ciclo aparece su última ópera, La clemencia, que es el paraíso del reino”. En sus memorias, Lorenzo Da Ponte observó que componía de noche los textos del Don Giovanni, imaginándose en el infierno de Dante. “Recordé –agrega Ortega– que en El tríptico de Puccini algunos críticos ven la idea de la Comedia. Y tomé los símbolos: el infierno como situación sin salida, el purgatorio como tránsito de purificación, el paraíso como plenitud”. Pero en este doble y desgarrador camino ( Idomeneo, El rapto en el serrallo, Las bodas de Figaro / Don Giovanni, Così fan tutte, La flauta mágica), Mozart parece reflejar que llegó a entrever los abismos del mal, “porque sin la luz de Dios ni siquiera se puede medir la profundidad del pecado”. Pareciera que la historia se anuncia con un triste e ineludible final. Sin embargo, el músico intuye, casi en la desesperanza, que sólo el perdón puede llevar a una culminación de intensidad y belleza, al coro común de beatitud. “El silencio de 1790 –concluye Ortega– no fue el final, tuvo necesidad de volver a contar la historia de la humanidad. Eso sería La flauta mágica. Y cuando busca el ámbito histórico, llega La clemencia de Tito y se pasa de la fábula a la historia. De alguna manera, el emperador representa al Dios cristiano. Se da el dilema entre la justicia y la misericordia. La última imagen sería la del Padre del hijo pródigo. Y a esta ópera hay que volver siempre junto al Réquiem. En la figura de Tito se da la realización histórica del Reino. En el Réquiem, la escatológica”.

Fuente: revista Criterio, Buenos Aires, Nº 2377 » DICIEMBRE 2011.

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