En los años de plomo, no hubo dos demonios ni santos inocentes

Los vencedores son ahora los vencidos.

Por Héctor Olivera

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Asistir a una escritura mentirosa de la historia argentina es preocupante y despierta la necesidad de refrescar la memoria. Hoy, la mayoría de los jóvenes y muchos de los mayores desinformados creen que los guerrilleros de los años 70 fueron héroes.

No creo en la teoría de los dos demonios, pero tampoco en la de los demonios y los santos inocentes. Y con esto no me refiero a los miles de jóvenes que murieron en pos de un ideal, de una utopía, sino a sus comandantes e ideólogos.

Los decretos del gobierno democrático de Isabel Perón que ordenaron “aniquilar [reducir a la nada, según el diccionario de la RAE] el accionar de la subversión” son posteriores a la muerte del presidente Juan Domingo Perón, aunque reflejan su pensamiento, expresado en enero de 1974, cuando le dijo a un grupo de legisladores del PJ: “Un crimen es un crimen, cualquiera sea el pensamiento o sentimiento o la pasión que impulse al criminal. Puestos a enfrentar la violencia con la violencia, tenemos más medios posibles para aplastarla. Y lo haremos a cualquier precio, porque no estamos aquí de monigotes”.

La ira de Perón se justificaba: setenta y dos horas después de la limpia elección que lo había consagrado para ejercer su tercera presidencia, los Montoneros asesinaron a José Rucci, su brazo derecho en el gremialismo nacional y, pocos meses después, el ERP atacó el Regimiento de Azul, matando al jefe, su esposa, oficiales y soldados. Otra bofetada en el rostro del teniente general Perón, milico por excelencia.

Los militares, al “reducir a la nada” el accionar de los elementos subversivos, cumplieron con el deseo del presidente de la Nación que, elegido por dos tercios de los votantes, representaba la opinión de la mayoría del pueblo argentino. Con esto no digo que Perón y el pueblo argentino estuvieran de acuerdo con los métodos que después se emplearon sino con el fin buscado.

Se discute hoy si la presidenta Isabel Perón y los ministros que sobreviven y que fueron firmantes de los decretos mencionados deben ser juzgados como instigadores y cómplices del accionar de la Triple A y de los excesos en la represión por parte de la dictadura militar. En esta nota no me voy a referir a esta organización delictiva de derecha sino, específicamente, al rol de las Fuerzas Armadas.

El gobierno peronista de Isabel (una señora y un partido que no son santos de mi devoción) no actuó como “monigote” y cumplió con el mandato constitucional de preservar el orden interno.

Ningún gobierno democrático puede admitir el accionar de ejércitos (así se autotitulaban ERP y Montoneros) cuyo principal objetivo era obtener el poder, para lo cual, previamente, debían aniquilar el accionar de las Fuerzas Armadas y de seguridad. ¿Cómo iban a hacerlo? Como lo intentaron: robando, secuestrando y cobrando rescates, asesinando y cometiendo actos de terrorismo hasta reducir al enemigo “a la nada”.

Además de las muy obvias banderas -“un mundo mejor”, por ejemplo-, los guerrilleros enarbolaron dos: terminar con la proscripción electoral del peronismo y con los gobiernos militares que habían usurpado el poder. Sin embargo, de haber triunfado, los movimientos guerrilleros hubieran caído en las dos mismas iniquidades que motivaron su alzamiento: proscripciones y gobierno de facto.

Imaginemos una hipótesis: cientos de miles de utópicos jóvenes argentinos, enamorados de la memoria del Che Guevara, hacen suya la recomendación de “Crear uno, diez, cien, mil Vietnam ” y, acompañando románticamente la lucha guerrillera, vencen a las Fuerzas Armadas. El ERP queda dueño del norte del país y Montoneros del centro. Ejército, marina y aeronáutica cobardemente se repliegan al norte de la Patagonia. Segunda hipótesis: las fuerzas guerrilleras someten completamente a las legales y se adueñan de todo el país. Gobierna una junta de gobierno presidida por Santucho y Firmenich. ¿Qué hubiera sido de la Argentina en manos de estos “santos inocentes”, que lo más probable es que al segundo día se enfrentaran entre sí a los tiros? La tercera hipótesis, la más trágica: una guerra civil con cientos de miles de muertos.

No puedo dejar de testimoniar aquí un hecho del que fui protagonista a mediados de 1975. Recibí un llamado de un ex cadete del Liceo Militar General San Martín invitándome a almorzar, junto con otro compañero de la cuarta camada (yo era de la sexta), una invitación que no podía rechazar: como director había hecho dos películas muy irritativas para el Ejército Argentino, lo que me significó una amenaza de muerte de las tres A.

Una vez un coronel me comentó, muy amigablemente: “Hablando con unos camaradas llegamos a la conclusión de que era un milagro que no fueras «boleta», no tanto por La Patagonia rebelde (nos pareció que habías tratado muy respetuosamente al teniente coronel Varela y en esas circunstancias nosotros hubiéramos hecho lo mismo que él) sino por Las venganzas de Beto Sánchez . ¿Cómo se te ocurrió poner a un ex colimba humillando y amenazando a su jefe de instrucción? ¿No te diste cuenta de lo pernicioso de esa propuesta?”

No tengo recuerdos muy nítidos sobre la primera parte del almuerzo. El restorán estaba situado en las calles San Martín o Reconquista, sugestivamente muy cerca de la SIDE. Nos sentamos a una mesa alejada y la conversación tuvo un algo de interrogatorio: el bueno, simpático y el malo, antipático. Se habló un poco de la situación, de por qué yo había hecho esas películas y, en fin, si eran obra de un bolche o de un idiota útil. Por suerte, mi imagen de burgués de ideas liberales, incorregible votante de los radicales, hizo prevalecer la segunda hipótesis, de lo contrario no estaría hoy contando este cuento.

En cambio, me acuerdo muy bien de la sobremesa. Con bastante vino tinto adentro, el bueno, dicharachero, enunció la política a seguir con “los subversivos”. “¿Qué podemos hacer? ¿Juicio sumario y paredón, como el Che Guevara?” El malo, sin dejar de mirar las volutas de humo de su cigarrillo, interrumpió: “No, eso lo pueden hacer ellos: entre bolches no hay cornadas”. Siguió el bueno: “¿Garrote vil como quería el pobre Franco? Tch, intervino hasta el Papa. Por su lado, Pinochet nos aconsejó que no cometiéramos su mismo error cuando los exhibió en el Estadio Nacional. ¿Meterlos presos en una cárcel? ¿Para qué, para que vengan los políticos y los dejen en libertad, como en mayo del 73?” El malo: “Sí, en libertad para que nos sigan matando.” Y, mirándome fijo, agregó: “No pibe, los tenemos bien catalogados: son dos mil. Capucha y zanja”.

Lo extraordinario de este recuerdo es que, en ese momento, lo de capucha y zanja no me impresionó, porque en 1975 se vivía una Argentina caótica, con secuestros, bombas a la vuelta de cualquier esquina y asesinatos por izquierda y por derecha, y la idea de estos militares retirados de que “antes de que nos maten a nosotros los matamos nosotros a ellos” era compatible con la ley de la jungla que se había instalado en la Argentina de los setenta.

Cuando, durante el democrático gobierno del doctor Alfonsín, la Conadep sacó a relucir la barbarie en la que terminó la represión de la dictadura militar, leí en el diario del juicio a los comandantes en jefe el episodio llamado “La noche de los lápices” y sentí la obligación moral y profesional de hacer, con este tema paradigmático, una película que resultó, sin duda, la obra más dura y conmovedora que haya hecho el cine argentino sobre el tema desaparecidos. Y de la que hoy me ratifico plenamente.

Finalizo señalando que hay dos hechos históricos indiscutibles: por un lado, no todos fueron santos inocentes; por otro, las Fuerzas Armadas cumplieron con el deber constitucional de salvaguardar las instituciones, aunque lo hicieron mal, tan mal que de ser los vencedores pasaron a ser los vencidos.

Por Héctor Olivera

El autor es investigador del Departamento de Historia de la UTDT

Hombre de cine, el autor de esta nota ganó notoriedad por sus películas sobre temas políticos, como La noche de los lápices y La Patagonia rebelde. En esta nota, cuenta las amenazas que recibió en tiempos de la Triple A.

Fuente: diario La Nación, Buenos Aires, 2 de febrero de 2007.

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