En busca del país perdido

“He oído infinitas palabras en estas dos semanas, pero ni aun con las palabras de diez semanas, o de un año entero, podría abarcar la complejidad de un país que se ha vuelto más y más inasible”.

Por Tomás Eloy Martínez

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La última noche de mi paso por la Argentina, después de medio centenar de entrevistas, seguía yo sin tener una idea clara sobre lo que pasaba y lo que podría pasar en el país. Tampoco tenía ya esperanzas de encontrar algo más que ráfagas de respuestas. Una sucesión de gobiernos corruptos, ineptos o despóticos había dejado heridas que tardarían generaciones en cicatrizar.

La clase media se ha quedado con sólo las apariencias del pasado -me diría el empresario Ricardo Esteves al día siguiente, poco antes de mi partida-: con casas y costumbres que ya no puede sostener. Después de formarse y fortalecerse trabajando para grandes grupos nacionales -consultores, técnicos especializados, abogados, ingenieros- perdió su tradicional fuente de empleo cuando la mayoría de esas empresas fue comprada por capitales extranjeros, porque los gerentes eligen a sus hombres de confianza allí donde los tienen, es decir, en los países de origen. Ahora, la clase media gira en el vacío, extinguiéndose.

En las clases más bajas, la limosna de los planes Trabajar está haciendo pedazos la dignidad de la gente y condenando a muchos a una esclavitud sin salida. No se ve cómo salir de ese laberinto de miseria sin hacer el país de nuevo.

A diferencia de otras veces, no advertí ahora las colas desesperadas en la puerta de los consulados, pero tuve la impresión de que demasiados jóvenes llegan a los treinta años sin saber qué hacer de sus vidas.

Las madres adolescentes que encontré el primer día en Isla Maciel estaban también en los campos de Tucumán, en Morón, en los alrededores de la plaza Constitución y en los suburbios de Río Gallegos. Norma Spano, una enfermera del hospital Posadas que me recibió a la medianoche en su casa de Mataderos, me dijo que eso pasaba cuando “los absorbía la calle y fallaba la educación. A los varoncitos les queda al menos el escape del fútbol. A las nenas, ni eso”. Ella lo ha visto todo. Tiene seis hijos y casi no duerme.

Cuando visité a Norma yo estaba pasando parte de la noche en la guardia del hospital Posadas junto al doctor Claudio Martín, jefe del servicio, y a su segundo, el cirujano Hugo Ruiz. Aunque Martín acababa de restaurar -en una operación de once horas- la cara de un chico cuya motocicleta embistió un camión que frenó de golpe, se lo veía fresco y distendido, como si acabara de levantarse. Afuera, la madre y la novia del herido lloraban desconsoladas en el pasillo, aunque Martín les repetía, con una certeza sin fisuras, que la cara quedaría como antes.

El hospital es una imponente mole de tres o cuatro edificios, en la entrada de Haedo Norte. Fue construido a principios de los años 50 como una réplica del Karolinska de Estocolmo, con muros revestidos de mármol y corredores que se comunican sin estorbos. Al comienzo se dedicó al cuidado de los enfermos pulmonares. Por eso las habitaciones abiertas hacia el Este tienen, tal como se recomendaba hace medio siglo, balcones amplios sobre los que da de lleno el sol de la mañana.

Con el paso de los años, el Posadas terminó ocupándose de todos los males. Uno de sus chalets traseros, incluso, sirvió como centro clandestino de detención, según lo confirman documentos de “Nunca más”. Los tuberculosos amenguaron y sus lugares fueron ocupados, en los pisos altos, por enfermos de sida. Uno de ellos, esa mañana, se había arrojado al vacío, y por la noche seguía gravísimo. Cuando le conté la historia a Norma, que se ocupa de lavarlos y cuidarlos, no pudo quedarse quieta. “¿Cuál de ellos, quién?”, preguntaba. “Sufren menos con la enfermedad que con el abandono de la familia, con la soledad sin afectos.”

El ochenta por ciento de los pacientes son pobres de solemnidad. Llegan desde la villa Carlos Gardel, que está justo enfrente, o de Moreno, Merlo, General Rodríguez, a treinta kilómetros de distancia. Algunos, cuando les dan de alta después de una cirugía menor, tardan una semana o dos en regresar para quitarse los puntos de las suturas porque no tienen con qué pagar el colectivo. Abundan los heridos de violencia: tajos de cuchillo, golpes, balas, sobre todo golpes.

Nadie paga un centavo por los servicios, y los jefes de la guardia están orgullosos de que así sea. Ambos estudiaron en la universidad pública y sienten que es legítimo devolver lo que recibieron. Ganan poco, es verdad -Martín, unos dos mil pesos mensuales, y Ruiz, la mitad-, pero no se quejan. A veces sí, de los robos idiotas, que sólo perjudican a los propios pacientes. “Hay que entender por qué roban”, dice Ruiz. “Como no tienen nada, piensan que un espejo les puede cambiar la vida. Y es así a veces, ¿verdad? A veces un espejo es todo.”

Lo que más me ha impresionado siempre en Ricardo Esteves es el buen ánimo con que sigue adelante aun en las peores tormentas. Todo lo que pasa a su alrededor le inspira interés, solidaridad, pero de nada habla con tanta pasión como de los destinos de la Argentina. Hace poco más de cinco años, durante una conversación de circunstancias con Carlos Fuentes, se les ocurrió a los dos la idea de crear un grupo de pensamiento que reuniera a empresarios, políticos e intelectuales de habla española y portuguesa. Así nació el Foro Iberoamérica, que se reúne siempre en noviembre y en lugares cerrados, “discretos, pero no secretos”, como dice uno de sus miembros, Felipe González.

Esteves se ha consagrado a las empresas culturales con una devoción cada vez más infrecuente en los empresarios argentinos, y quizás en los de otras latitudes. A comienzos del siglo pasado había muchos como él. El periodista francés Jules Huret contó que, cuando visitó la estancia de Ezequiel Ramos Mejía, no lejos de Mar del Plata, le asombró que la dueña de casa conociera de memoria los poemas de Mallarmé y que sus hijas ejecutaran a cuatro manos la “Pequeña suite”, de Debussy, sin equivocar una nota. Con el tiempo, la riqueza se fue volviendo más utilitaria, y muy poco de ella se invierte en artes que no sean la pintura, con la que se pueden hacer buenos negocios.

Se lo digo a Esteves mientras veo, en el luminoso living de su casa de Barrio Parque, uno de los más conmovedores y bellos óleos de Jorge de la Vega, el maestro de la neofiguración. Ahora que estamos repasando su vida descubro en él una vocación renacentista semejante a la de Carlos Fuentes. Conoce al detalle las especies de árboles y de pájaros de la Argentina, ha descubierto piezas rarísimas de tango y folklore y, sobre todo, ha hecho de su vida exactamente lo que quiere. Fue miembro del directorio de Bunge y Born, del Banco Francés y, en la década del 90, del Grupo Velox, donde creó una formidable biblioteca de arte antes de que esa compañía quebrara y desapareciera.

Ya lo dijo y lo repite: los argentinos parecerían haber caído en una pendiente que los condena a ser empleados y servidores de empresas extranjeras. Cree que el país está perdiendo la oportunidad histórica de modernizar el Estado. “Se han dado”, dice, “condiciones de precios externos para nuestros productos como no conocíamos desde hace cincuenta años. Los gastos, que hasta hace poco eran un dolor de cabeza, se han convertido, con la pesificación, en un problema menor”.

Tal como el contador Cardozo lo afirmaba en Tucumán, Esteves dice: “Debemos hacerles la vida más fácil a las industrias pequeñas y medianas, las pymes. Son fundamentales -enfatiza- para reconstruir el cuerpo social en las clases menos favorecidas, porque estimulan el instinto creador que es natural en los argentinos, demandan mano de obra no calificada e impulsan el comercio. Habría que darles, por ejemplo, condiciones impositivas especiales. Cada empresa argentina que está siendo comprada por otra de afuera es otra lanza que se clava en el corazón de nuestro crecimiento”.

Como Eduardo Costa en Río Gallegos, como los industriales del azúcar y del limón con los que hablé en Tucumán, Esteves exhibe un optimismo bien fundado para el corto y el mediano plazo. “Con la irrupción de China y de la India en los mercados, los precios de los productos argentinos pueden sostenerse y mejorar.” De eso está seguro. “El gobierno tiene una función docente, y después de todos estos años de sufrimiento, debería admitir que todos somos parte del mismo fracaso, que todos tuvimos, en algún momento, una concepción errada de nuestro destino. El que acertó en los años 80 pudo haberse equivocado en los 70 o en los 90, y así. Lo más nocivo que podríamos hacer ahora es compadecernos de nosotros mismos. Hay una cultura nueva por abrazar: la cultura del esfuerzo, de la perseverancia. Y la del sacrificio, por supuesto. No para un sector tan sólo. El sacrificio es para todos.”

Ya es casi de noche y mi vuelo sale dentro de pocas horas. Cada vez que dejo Buenos Aires siento una melancolía que tarda semanas en curarse. He oído infinitas palabras en estas dos semanas, pero ni aun con las palabras de diez semanas, o de un año entero, podría abarcar la complejidad de un país que se ha vuelto más y más inasible. Elijo, entonces, las dos que más se han repetido: pobreza y trabajo. Así, juntas, son una paradoja, un espejo sin imagen. Jamás podrían estar juntas.

Y, como otras veces, vuelvo a sentir que el país todavía no ha encontrado su lugar: ni en el continente al que pertenece por razones de geografía y de cultura, ni tampoco en la Europa a la que creía pertenecer por razones de destino. Nada es tan difícil como contar historias de una realidad que ni siquiera sabe dónde está.

Tomás Eloy Martínez

Fuente: diario La Nación, 2 de noviembre de 2005.

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