“El pedido”

por Ángel Balzarino

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Esta noche tengo que conseguirlo. No puedo esperar más. Deberé cumplir mi tarea con el mayor esmero. Sumirlo en un placer intenso, arrebatador, que lo deje tan relajado como agradecido, incapaz de negarse a cumplir lo que le pido. Bastaron muy pocos encuentros para comprender cuál es el mejor modo de tratarlo para ejercer un total dominio sobre él. Con suavidad, palabras halagadoras, abrazos que lo hagan sentir protegido. Sin ningún atisbo del malestar o repudio que experimentan mis amigas -y casi todos, la verdad- frente a su cuerpo maltrecho, que parece una obra a medio terminar o hecho con pedazos desparejos, con los brazos y las piernas tan cortitos y el pecho tan grueso, cubierto de pelos. Les cuesta creer que yo venga aquí, a pasar unas horas con él. Sin demostrar ningún gesto de malestar o burla o desprecio. Más que por gusto, lo hago impulsada la necesidad. De manera especial esta noche. Después que las palabras de la dueña de la pensión se convirtieran en un puñal contra el pecho, dejándome sin aliento. Acorralada. Al fin estaba allí. Sólo para él. Y de pronto, como cada noche que lo visitaba, el cuarto -atiborrado de papeles con esbozos de figuras, pinceles, pomos de pintura, libros y recortes de diarios, que ocupaban sin orden una mesa y dos sillas, donde pasaba el mayor tiempo inmerso en su trabajo-, tenía la virtud de adquirir otro cariz. Pleno de belleza y luminosidad. Sólo logrado por escasas horas a través del sol que se filtraba por el único y amplio ventanal. Recostado contra el respaldo de la cama y ya sin interés por cualquier otra cosa, se dejó embargar por el grado de admiración que siempre parecía renovado, por el deseo creciente, casi de gratitud por el acto que ella iba a ofrecerle de manera exclusiva. Comprendo que lo tengo en mis manos apenas empiezo a desprender los botones de la blusa. Sus ojos parecen adquirir un brillo de fuego. Y no es por efecto del alcohol. Ya he logrado quitarle su compañía más fiel: la botella de ginebra. Fue el principal propósito al llegar aquí. Ella o yo. Lo obligué a elegir, en un abierto desafío que me permitía la seguridad de saber que era la única mujer dispuesta a complacerlo sin resistencia ni muestras de fastidio. Me quito la blusa con mayor lentitud que otras veces, en una estudiada forma de llevar al máximo su atención y dejarlo vulnerable, sin defensa, cuando llegue el momento de efectuar mi pedido. Cubro con las manos mis pechos -que él siempre elogia casi de manera aparatosa, regocijado, ninguna los tiene más firmes y hermosos, sin poder ocultar su regocijo, uno nunca los dejaría de mirar y acariciar-, como asaltada por una repentina vergüenza o tratara de incitarlo con un nuevo detalle, mientras apelaba al más inocente mohín de picardía. ¿Me lo harás esta noche? Resonaba como un desafío, más que una simple forma de estrategia Ya había perdido la cuenta de las veces en que ella le formuló la pregunta a lo largo de esa noche, en una creciente súplica, empeñada en conferirle a su voz el tono más voluptuoso y tierno para desvanecer todo atisbo de duda o reparo en procura de la anhelada respuesta. Llegando a convertirse en una especie de juego. Al menos así le gustaba considerarlo. Un juego, sin duda el único, en el que lograba sentirse seguro, al ser requerido por una solicitud de lo llenaba de júbilo y casi envidiable orgullo por otorgarle un mérito especial a los trabajos que realizaba desde hacía tanto tiempo ante la indiferencia y aun el desdén de los demás. Sólo ella. Egle. Sobre la que sus amigos se referían de manera despectiva y les resultaba difícil comprender que a él le gustara tenerla como compañía, pues ni la cara redonda y casi inexpresiva, ni la creciente gordura que entorpecía sus movimientos, ni el tono pastoso de la voz parecían capaces de suscitar el menor atisbo de admiración o siquiera atractivo. Depende. ¿De qué? Dependerá de la forma en que me atiendas esta noche. Le gustaba azuzarla, espolear el punto más frágil: el modo como desarrollaba su trabajo. Será de la mejor forma, como siempre. ¿Acaso me ibas a recibir aquí si no sabría cómo complacerte? Supo que tenía razón. Sí. La única que puede y sabe hacerlo como yo quiero. Por mucho tiempo se entregó a una afanosa búsqueda, asaltado por la ansiedad y el deseo y la frustración, entre las modelos que furtivamente pasaban por su estudio, las bailarinas que cada noche contemplaba con ojos ardientes y voluptuosos en vano anhelo porque una de ellas dejara de estar alguna vez en un sitio inaccesible del escenario, las prostitutas a las que les pagaba más que cualquier otro cliente con tal de obtener la recompensa de los siempre esquivos instantes de placer. Inútil. No. No es por culpa de ellas. A ninguna le resulta fácil o agradable abrazar o siquiera observar desnudo el cuerpo de alguien que tiene casi la fisonomía de un monstruo. Hasta que apareció ella. En un encuentro fortuito o por obra del estado de soledad y punzante abatimiento que los dos atravesaban aquella noche en la que él, confinado en un rincón del bar, pretendía alcanzar una dulce borrachera con incontables vasos de ginebra, y ella, en tácita búsqueda de compañía, penetró en el local a pasos lentos y la mirada inquisitiva, ávida por hallar un sostén que la salvara del derrumbe. Sin duda fue lo mejor que pudo pasarme. Y ahora, apenas ella iniciaba la ceremonia que desde la primera vez que se encontraron a solas en ese cuarto parecía haber quedado establecido como algo fijo, aunque siempre llegaba a tener un carácter único y esplendente, se vio embargado de nuevo por una gratificación similar a la que sólo alcanzaba cuando concluía de dibujar o pintar un cuadro. Aunque había llegado a participar de las risas con que sus amigos celebraban los hirientes comentarios al compararla con las otras bailarinas, tiene las piernas demasiado cortas y las tetas demasiado voluminosas, si actuara sola nadie gastaría un centavo para verla, muy pronto, a lo largo de cada noche, pudo comprobar que estaba equivocado, pues bastaba que llegara a su cuarto y comenzara a desnudarse con gestos lentos, perfectamente estudiados para crear una atmósfera de intensidad y belleza en la que estaba dispuesta a hundirlo con la mayor carga de placer, para que todo adquiriera un matiz diferente, para descubrir unas cualidades que, ignotas o mantenidas ocultas con celoso cuidado, sólo parecía querer desplegar ante él. De manera velada, pero con creciente vigor, lo carcomió cierta culpa al considerar no sólo que era el menos indicado para burlarse, pues la visión de su cuerpo diminuto y maltrecho tampoco podía despertar otro sentimiento que de rechazo o de ineludible malestar, sino más bien por el modo como ella transformaba cada encuentro en una entrega generosa y grávida de un afecto que nadie le había prodigado hasta entonces. Te aseguro que esta noche será la mejor de tu vida. A pesar de efectuar la propuesta con una anticipada demostración de triunfo, provocativa, la sonrisa entre pícara e insinuante procurando atenuar los rasgos toscos de la cara, comprendió que no exageraba. Después de arrojar cada prenda a su alrededor, con una morosidad y displicencia que reflejaban tanto el dominio de cada segmento de la ceremonia que llevaba a cabo como el intento por precipitarlo al punto más alto de excitación, observó al fin que, casi como un cazador dispuesto a caer fulminante sobre su presa, se acercaba a la cama. Desnuda. Aunque ahora él resulta el único espectador de la actuación similar a la que noche tras noche repito en el teatro, nunca la sensación de bienestar y algarabía me invade con mayor fuerza, pues en el escenario siempre me siento perdida, relegada a un lugar secundario junto a las otras bailarinas mucho más ágiles y atractivas, sabiendo que los hombres no me dedican sus miradas ávidas y codiciosas sino que aprovechan mi lentitud o algún paso en falso para proferir exclamaciones de reproche o castigarme con un coro de risas crueles y despectivas. Aquí es distinto. Puedo moverme con entera libertad, sin temor ni vergüenza. Para él soy una figura apetecible, tal vez la única que sabe brindarle los instantes más intensos de placer. Y ahora, por la amenaza de la dueña de la pensión, si mañana no recibo el pago de los tres meses atrasados, encontrarás todas tus cosas en el medio de la calle, estoy obligada a cumplir con el mayor esmero mi tarea. Sí. Esta noche no tendrá excusa para negarse. Al quedar desnuda comprendo que lo tengo completamente atrapado: los ojos desencajados, casi sin un parpadeo; la lengua, más que tratando de mojar los labios resecos, ávida por recorrer mi piel; y el deseo, voraz y excluyente, sacudiendo en bruscos espasmos el cuerpo que, entre las sábanas revueltas, me espera. Bueno. Llegó el momento. Aquí está tu gatita. Como si se apiadara de haberlo regodeado con una promesa fascinante y al fin, generosa, decidiera concretarla, se deslizó a su lado y enseguida las manos, cálidas y hábiles, iniciaron el ya habitual rito que tenía la virtud de introducirlo, con progresiva delectación, en un ámbito esplendente. Sí. Ninguna ha sabido hacerlo mejor. Comprendiendo, una vez más, que ella era la primera no sólo en librarlo de la humillación a la que siempre lo sometían las otras mujeres cuando, al verlo desnudo, denotaban un claro síntoma de aversión o al menos de perplejidad, sino también -con una dulzura que lograba disimular tal vez un sentimiento de piedad, con una ternura casi maternal en el modo de prodigarle unos momentos de compañía- sabía incentivar cada poro de su cuerpo. Como tantas otras noches, con jubilosa despreocupación, la dejó hacer. Dócil. Respondiendo con monosílabos o leves accesos de risa cada vez que ella preguntaba te gusta así, alguna otra te hace más feliz que yo, y llegando a la exclamación, pujante y estruendosa, cuando los dedos felinos activaron su parte más sensible y lentamente, ejerciendo un experto control sobre cada paso de ese juego en el que participaba en forma pasiva, le hicieron alcanzar el orgasmo liberador. Fue después de permanecer largo rato quietos, trabados en un abrazo con el que pretendían, exhaustos pero paladeando el regocijo de la fervorosa contienda, recobrar el aliento, cuando ella volvió a susurrar el pedido, ¿me lo harás esta noche?, y aunque nada deseaba menos que perder el amparo, cálido y reconfortante, de su cuerpo, comprendió que no podía negarse, que la tarea para complacerla iba a resultar un regalo demasiado sencillo, sin duda insuficiente, para compensar el modo, solícito y ardiente y de premiosa entrega, como lo había atendido esa noche. Sin responder, con un movimiento que procuró hacer interminable, se apartó del otro cuerpo y abandonó la cama. Dio unos pasos por el cuarto mientras observaba a su alrededor. Luego de ubicar los elementos que necesitaba -el caballete, la tela, los lápices-, volvió la mirada hacia ella. Más que sorpresa, le produjo una mezcla de bienestar y de renovado entusiasmo, advertir que ella -recostada contra el respaldo de la cama, las piernas levemente cruzadas, una expresión casi alborozada en el rostro- ya había adoptado la postura con que deseaba ser dibujada. Sí. Como una niña que ha esperado durante demasiado tiempo el juguete o la golosina que habrá de hacerla feliz. Y yo puedo ofrecerle ese regalo. Entonces, con el orgullo de presentir el grado de estima que ella sentía por su tarea, más que la satisfacción de poder hacer algo para agradecerle los instantes de placer que le proporcionaba cada noche, comenzó a trabajar. Al fin puedo respirar aliviada. Debo reprimir las ganas de lanzar una carcajada o ponerme a saltar, pues no quiero hacer ningún movimiento que lo distraiga y le impida seguir dibujando. Prefiero observarlo. El rostro despejado, la mirada que gira entre el caballete y mi cuerpo, el lápiz que utiliza con gestos enérgicos y seguros, son signos ya familiares para demostrar que efectúa su trabajo con el mejor estado de ánimo. Y creo que esta noche, más que nunca, hice mucho para lograr eso. La prueba de haber realizado una actuación impecable, sin el menor error, me colma de satisfacción. Sólo debo recibir el beneficio buscado. No necesito aguardar mucho, pues él trabaja sin pausa, concentrado, con bastante urgencia. Lanza un grito triunfal cuando termina el dibujo y, retirando la tela del caballete, me lo muestra. La mujer más hermosa del mundo. Con fuertes carcajadas celebramos esa mentira con la que él, el brazo en alto exhibiendo el dibujo, no trata engañarme sino más bien de brindarme el mayor halago, ya que, sin duda por sentirse tan complacido, ha logrado retratarme como una mujer de inusitada belleza, capaz de provocar envidia y admiración. Entonces lo abrazo. Fuerte. Como única expresión de agradecimiento más que para despedirme hasta la próxima noche. Al salir del departamento, aprieto el dibujo contra el pecho, con fruición, regocijada, sabiendo que al fin poseo el salvoconducto para calmar a la dueña de la pensión, ya que ahora podré saldar mi deuda y asegurarme techo y comida por varios meses más, gracias a la muy buena suma que sin duda Dubois, el dueño de la galería de arte, habrá de pagarme por el último trabajo firmado por Henri Toulouse-Lautrec.

El autor vive en Rafaela (provincia de Santa Fe). Datos personales: Eduardo Oliber 404, tel.-Fax: 54-3492-421125, E-mail: balzarino@arnet.com.ar.

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