El odio entre los argentinos

Toda autocrítica es delicada, pero ésta lo es muy especialmente. Y ello porque al peronismo le falta entrenamiento al respecto, y no ha probado lo saludable que le resultaría la autocrítica al mismo movimiento-partido y a la sociedad argentina.

Por Carmelo J. Giaquinta

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Por Carmelo J. Giaquinta.- Publicamos parte de la intervención del arzobispo emérito de Resistencia en el encuentro del Proyecto Setenta Veces Siete. En su versión completa se tituló “Vence al mal con el bien”. En la Argentina no existe el odio entre religiones. ¿Ello autoriza a decir que no existe el odio religioso? Me animo a decir que, en su raíz, todo odio es religioso. Previo a la profesión de una religión concreta, en todo ser humano hay algo sagrado: su dignidad, que le es conferida desde el primer momento de su existencia. Y, consecuentemente, en todo hombre se da una tendencia innata a venerar esa dignidad. Es una especie de pre-religión. Constituye la base de todo diálogo humano. Es la piedra fundamental de toda ley y convivencia democrática. Por criminal que fuere una persona, su dignidad supera infinitamente su crimen. Y merece respeto, aun cuando haya que castigarla y ponerla en la cárcel. Incluso donde todavía rige la pena de muerte, pues ésta no despoja al reo de su dignidad. De allí que el desprecio a la dignidad humana, cualquiera sea su forma (física, moral, judicial), bien puede ser calificado de odio religioso. De allí, también, la facilidad con que este odio tiende a teñirse de motivos religiosos más específicos. Incluso, abiertamente antirreligiosos. ¿Por qué el comunismo es militantemente ateo? ¿Por qué el laicismo de Occidente está derivando hacia una abierta cristianofobia? “Perón o Braden” ¿Existen odios entre los argentinos? Permitan que conteste la pregunta resumiendo mi experiencia vital en pocos trazos, que serán necesariamente un tanto burdos. En la década del 30, en la escuela primaria, en vez de jugar a “el vigilante y el ladrón”, jugábamos a matarnos entre unitarios y federales. Poco después, durante la Segunda Guerra Mundial, proseguíamos nuestra guerra infantil alistándonos con los aliados o con el Eje: “les bajamos tantos aviones; les hundimos tantas fragatas”; “andá, ustedes los tanos son unos c., que rajan ante los abisinios”. Reflejábamos sólo odios ajenos y lejanos. Pero nuestro corazón se predisponía a odiarnos cuando fuésemos grandes. “Perón o Braden” fue la bandera que nos entusiasmó en 1945. ¡Qué grandes nos sentíamos al desafiar al nuevo Imperio americano, que surgía desplazando al británico! ¿Ese desafío unió a los argentinos? En realidad nos aisló del mundo. Cuando en octubre de 1949 llegué a Roma para concluir mis estudios, me sorprendí al constatar que nadie recibía nuestra moneda. Y que los argentinos merecíamos poca atención en los medios, a pesar de la migración todavía en marcha hacia nuestro país. El aislamiento exterior acrecentó la división interna, que tomó el color de “peronismo-antiperonismo”. Recuerdo el dolor del cónsul argentino en París, cuando en 1954 fui a actualizar mi pasaporte: “Padre, le suplico, no lea esos diarios. Son una vergüenza. Yo no tengo más remedio que exponerlos. Pero no los lea”. Las consecuencias de nuestro enfrentamiento interior y aislamiento exterior fueron funestas. Existe una muy visible, que no queremos reconocer: el estancamiento, e incluso la involución de la Argentina. Por esa misma fecha, mientras que Japón, vencido y destrozado por dos bombas atómicas, trataba con dignidad con el vencedor y comenzaba su reconstrucción hasta transformarse nuevamente en una gran potencia, la Argentina, hasta entonces faro de esperanza para los pueblos hambrientos de Europa, promesa de una Nación de veras grande, al apostar a ser arrogante, comenzó a sufrir un proceso de raquitismo y enanismo que la ha llevado a la actual insignificancia internacional, incluso dentro de América latina, y a la división interna que nos carcome. Nuestra presidenta Cristina Fernández de Kirchner, en una ocasión, manifestó su admiración por Alemania y su deseo de que la Argentina se le parezca. Conviene recordar que, en 1945, Alemania estaba militarmente vencida, ocupada por los ejércitos aliados, moralmente humillada por el nazismo, destruidas sus ciudades a ras del suelo, diezmada su población masculina, desmantelada su industria, recortada y desmembrada su geografía, obligada a recibir a millones de prófugos de los países del Este. Ante esta situación de desastre, el canciller Konrad Adenauer instauró una política realista, llena de dignidad con los vencedores, y de concordia hacia el interior, que la hizo resurgir. Este fue el secreto del milagro alemán. Incluso, con paciencia, se logró lo que se creía imposible: unir a las dos Alemanias. Esta es la Alemania que la Presidenta añora. ¿La Argentina tiene una política interna y externa semejante? Tengo la impresión de que el país se hubiese quedado empantanado en 1945: aislamiento internacional y fragmentación interna. Con la salvedad de que el deterioro nunca se detiene. Si no se interviene a tiempo y con inteligencia, como en Japón y en Alemania, siempre va para peor. Los años que siguieron a 1945 mostraron la decadencia. Los militares que, en 1955, acabaron con la tiranía del segundo Perón, se desdijeron de la lúcida proclama del general Eduardo Lonardi –“Ni vencedores ni vencidos”–, y desde entonces sembraron el más rancio antiperonismo, que favoreció la resistencia peronista, y de rebote fomentó la guerrilla revolucionaria, con el ERP, los Montoneros, y la contrarréplica de la Triple A. Todo ello derivó en la más inimaginable y atroz dictadura, que floreció horrenda en 1976 y se agotó en 1983. En todo ello jugaba, por cierto, el contexto internacional: a) el maccarthysmo americano, que desembocó en la doctrina y prácticas de la seguridad nacional; b) el liberacionismo de los países del tercer mundo, que la Unión Soviética supo alentar por el único camino que conocía: la revolución armada. En medio de tales desvaríos y atrocidades, los militares, con la simpatía de muchísimos civiles de todos los partidos y condiciones sociales, se embarcaron en dos aventuras internacionales dementes: una guerra con Chile, que detuvo a último momento la intervención del papa Juan Pablo II, gracias a la insistencia obstinada del cardenal Raúl F. Primatesta; y la desastrosa guerra del Atlántico Sur. Muchas lágrimas de aquella época todavía esperan ser enjugadas. Desde diciembre de 1983 gozamos de democracia. los tumbos. Con dos gobiernos radicales que no supimos defender para que terminasen su mandato. Con dos períodos peronistas muy contradictorios: Carlos Menem y Néstor Kirchner. Con cientos, miles –¿decenas de miles? – de argentinos que han hecho la experiencia del piquete. Una especie de milicia popular caótica. ¿Entendemos la hipoteca que significa para el futuro una multitud de adolescentes que han hecho la experiencia de taparse la cara, tirar piedras, romper una vidriera, hacer retroceder a la policía? Los militares quedarán en la historia como los responsables del surgimiento del ERP, Montoneros, Triple A, etc., y de toda la sangre que se derramó en los ‘70. ¿De qué violencias, quizá incontrolables mañana, seremos responsables nosotros –autoridades y ciudadanos– que hoy toleramos o instigamos el piquete, las barra bravas, el paro general injustificado, la permanente crispación política, la burla a las leyes y a la independencia de los poderes del Estado, etc.? Cómplices Supuesto que existen odios entre los argentinos, y que todo odio es radicalmente “religioso”, formulo una pregunta, aunque a primera vista parezca absurda: ¿los cristianos nos hemos hecho cómplices de este odio instigándolo o alimentándolo con razones seudo religiosas? No podemos negar que en los años 40, en el mundo católico, incluidos los eclesiásticos, hubo una gran simpatía hacia el Estado social-católico, que parecía encarnar Perón, a imagen del Estado español conducido por Franco, intolerante con la democracia. En algunos ambientes católicos, se condenaba sotto voce al papa Pío XII por su radiomensaje de Navidad de 1944 sobre la democracia. Luego, en la década del 60, la desilusión provocada por los militares, que pretendían erradicar de cuajo al peronismo, fue llevando a no pocos cristianos, especialmente a jóvenes universitarios, hacia ideologías de izquierda, inspiradas en el marxismo, y a optar por la violencia armada como medio inevitable para la liberación nacional. Los montoneros tuvieron una fuerte raíz católica. Ciertos cuadros fueron provistos por desertores de la Acción Católica, incluso con el apoyo de algunos de sus asesores. Por otra parte, es innegable que sectores importantes de las Fuerzas armadas se propusieron combatir al comunismo como si fuese el anticristo. Y a tal fin no dudaron en escudarse en pretextos religiosos. No pocas veces se erigieron en veedores de la ortodoxia del clero, ante la aparente ineficacia del control episcopal. Así surgió el proyecto, que no cuajó, de que la Dirección del Culto Católico, del Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto, pasase bajo la órbita del Ministerio del Interior, para domesticar más fácilmente a los curas díscolos. Recordando gestos y documentos de la época, advierto que de un lado y de otro se miraba la realidad socio-política argentina como quien la ve desde el agujero de una cerradura. Desde allí algo ínfimo de la realidad se puede ver, pero sin su contexto. Por tanto, totalmente deformada. Y desde esa deformación visual, unos y otros actuaban. Y no pocas veces justificando su accionar en razones seudo-religiosas. “La defensa del mundo occidental y cristiano”, decían unos. “El Reino de Dios hoy pasa por el PJ”, decían otros. Y así actuaban. Era un pecado condolerse por el asesinato del general Pedro Eugenio Aramburu. Y era un acto patriótico desaparecer a quienquiera, torturarlo, matarlo, por la sospecha de estar vinculado de alguna manera con un supuesto guerrillero. No podemos etiquetar la época del 60-70 como de “persecución religiosa”, porque la razón política primaba sobre el odium fidei. Sin embargo, cuántos inocentes, incluso personas de santidad probada, perecieron por el odio. No es improbable que entre ellos haya auténticos mártires. Pienso en el padre Mauricio Silva, de los Hermanitos del Evangelio, barrendero en las calles de Buenos Aires. Bastaba dar catequesis en una villa para ser sospechado de marxista, ser chupado y desaparecer para siempre. Una verdadera lástima que la Iglesia no haya documentado mejor esas desapariciones y muertes. Al pensar en ellas, me vienen a la mente las palabras de Jesús: “Llegará la hora en que los mismos que les den muerte pensarán que tributan culto a Dios” (Jn 16,2). Superar el odio Para llegar a ser una patria de hermanos los cristianos en la Argentina debemos transitar un largo camino de dos carriles. Primer carril: profundizar en la comprensión del Evangelio del perdón y la reconciliación. Pero no sólo con la mente, sino con el corazón. Y, por tanto, con la oración. No podemos darla por supuesto. Hemos de cultivarla asiduamente. La liturgia de la Iglesia ofrece múltiples fórmulas de oración por la reconciliación. Si bien a los pastores nos cabe una especial responsabilidad en este campo, sería muy conveniente que los fieles laicos propusiesen especiales iniciativas al respecto. Segundo carril: acrecentar la responsabilidad ciudadana en pos de la reconciliación de los argentinos. El campo es muy vasto. Y a los laicos y a los hombres todos de buena voluntad les cabe sin duda la primera responsabilidad. Me permito sugerir algunas tareas que me parecen fundamentales: -procurar la verdad histórica de todo lo vivido en su integridad; y, por tanto, evitar sesgar la realidad. Los alemanes y franceses nos dan el ejemplo. Ayer tan enemigos, hoy se han puesto de acuerdo para redactar juntos los manuales escolares de historia, y así evitar que éstos nutran un nuevo nacionalismo exacerbado en sus pueblos; – promover la autocrítica sincera de todos los sectores de la sociedad argentina en la responsabilidad que les cupo en los hechos del pasado. En particular, en el peronismo, porque: a) con sus varias y disímiles vertientes, es el sector mayoritario de la población y está presente en todos los estratos e instituciones de la sociedad; b) ha sido un protagonista decisivo de aquellos hechos tan contradictorios (Héctor Cámpora, la matanza de Ezeiza, los Montoneros, José López Rega y la Triple A, Isabel Perón, la patria sindical enfrentada a la patria socialista, el nombramiento de los jefes militares que dieron el golpe del 24 de marzo de 1976 y conformaron la Junta de la dictadura, etc.). Toda autocrítica es delicada, pero ésta lo es muy especialmente. Y ello porque al peronismo le falta entrenamiento al respecto, y no ha probado lo saludable que le resultaría la autocrítica al mismo movimiento-partido y a la sociedad argentina; – estar atentos a cómo se lleva a cabo el proceso judicial de todo lo actuado en los ‘70, sea por los militares, los guerrilleros y sus cómplices, de modo que todo sea conforme a la verdad y a la justicia, en el cumplimiento de las leyes nacionales e internacionales, y sobre todo en el respeto de los derechos humanos, incluso de los que fueren reos de crímenes de lesa humanidad. Que mañana los argentinos no debamos avergonzarnos tanto o más que los norteamericanos hoy por Abu Ghraib y Guantánamo.

Fuente: revista Criterio, Nº 2372, julio 2011.

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