El laico en la política

Publicamos una de las ponencias presentadas en el reciente congreso de laicos, organizado en Buenos Aires por el DEPLAI de la Conferencia Episcopal Argentina, con el lema de: “Hacia la Argentina del bicentenario”.

Por Julio Saguir

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Cabe preguntarnos, en el contexto de este Congreso, por qué reflexionamos sobre la política como tema específico, y no sobre otros, como la economía, el medio ambiente, la empresa o los derechos humanos. Posiblemente esto se deba a que la política sigue siendo el ámbito de las decisiones que afectan las condiciones de vida de todos nosotros, y en especial de los más postergados de nuestra sociedad; aquellos que, por omisión o por error, hemos dejado fuera de las posibilidades de una vida digna. También, porque según la enseñanza social de la Iglesia, la política sigue siendo la forma más excelsa de la caridad. Y quizás, porque en nuestra sociedad argentina de hoy, y por lo mismo que acabamos de decir, el quehacer político, con sus luces y sus sombras, sigue siendo una tarea, una vocación, una responsabilidad, ya que, en definitiva, “todo es de ustedes, pero ustedes son de Cristo, y Cristo es de Dios” (1 Cor 3, 22-23). Hasta que no lo asumamos desde esta convicción, la política seguirá siendo, como para la mayor parte de nuestra sociedad, un problema de los políticos; la causa, externa a cada de uno de nosotros, de los males que nos aquejan como comunidad histórica; una carga, dura y pesada, de la que eventualmente nos hacemos cargo por obligación o deber autoimpuesto, pero nunca como aquello que nos pertenece al modo de “todo es de ustedes”.

¿Qué política?

En la enseñanza social de la Iglesia, la política ha sido entendida tradicionalmente como la actividad concerniente en un todo al bien común y a lo público. Se trata de una definición amplia de política. Si bien es correcta en un sentido, entraña sin embargo el riesgo de perder de vista los aspectos específicos que tiene la política como actividad humana, por un lado, y como quehacer y vocación protagónica para los laicos, por otro. Prefiero entender por política aquella actividad humana que tiene que ver con las decisiones, siempre conflictivas, que afectan y realizan el bien común, y por ello al bienestar de todos, desde las instituciones que como sociedad hemos diseñado para ello. Aquí hay dos rasgos que vale la pena destacar, para no perder de vista lo particularmente propio de esta actividad: lo conflictivo y lo institucional. La política, en efecto, es una construcción conflictiva, básicamente, porque tiene que ver con la satisfacción de intereses muchas veces contrapuestos (económicos, ideológicos, sociales) que implican, en gran medida, un enfrentamiento de partes por su consecución, una distribución siempre antagónica de beneficios, y la competencia de concepciones diferentes y muchas veces polarizadas del bien común. Esta búsqueda conflictiva implica de manera decisiva la lucha por recursos de poder, tanto para competir y acceder a cargos como para tomar decisiones para todos. A los católicos el tema del poder no nos resulta sencillo, porque compite con convicciones evangélicas básicas. Sin embargo, esta dimensión conflictiva, incluida esta lucha por recursos de poder, no debe ser soslayada porque es inherente a la actividad política. Cuando la obviamos, descuidamos o reducimos, desde cierta perspectiva o pretensión valorativa, corremos el riesgo de escandalizarnos o desilusionarnos más a causa de nuestras propias expectativas que de la realidad misma. Nuestra historia como país ha sido testigo de conflictos y enfrentamientos para organizarnos como república entre 1810 y 1860. Conflictos que no tuvieron que ver con nuestra condición de católicos, europeos o criollos, sino con reales antagonismos de intereses económicos y políticos entre las provincias. Las instituciones políticas han sido el recurso desarrollado por las sociedades occidentales para que tal búsqueda conflictiva del bien común no sea violenta ni quede a discrecionalidad de los más poderosos. Esto no significa que las instituciones eliminan los motivos para el antagonismo y el afán de discrecionalidad por parte de los que tienen más recursos. Pero organizan los conflictos y regulan la discrecionalidad. Y al hacerlo, los acotan. Las instituciones de las que hablamos son, básicamente, las de la democracia representativa. Esto significa que cuando hablamos de política, hablamos desde el inicio de estas instituciones políticas. La democracia representativa tiene tres características principales: 1) implica la elección de gobernantes, vía competencia y voto popular, que quedan a cargo del diseño e implementación de las políticas públicas a través de las que se construye el Bien Común; 2) estos gobernantes se eligen por intervalos regulares, durante el período que dura su mandato, ya sea en el Poder Ejecutivo o en el Legislativo, y son relativamente independientes del electorado; 3) una característica es que hay una opinión pública independiente del control de los gobernantes. Es necesario subrayar la importancia del segundo aspecto, ya que parte de la llamada crisis de representación en nuestro país y el mundo entero tiene que ver con cierta dificultad para entender o aceptar que, en tanto dure su mandato, las autoridades elegidas guardan independencia en su accionar. En este sentido, el voto no es entendido como un contrato por el que el gobernante tiene que hacer exactamente lo que propone al elector en la plataforma electoral. En todo caso, es un contrato a término, a resultado, por el que como comunidad tenemos que estar mejor al final del mandato de gobierno, aunque el gobernante haya tomado decisiones diferentes de las prometidas ocasionalmente a cada uno. Esto no significa que en la democracia representativa no haya controles sobre los representantes elegidos. Los controles son de dos tipos: por un lado, por parte de los ciudadanos, el ya mencionado del voto, a través del cual los gobernados aceptan o no la tarea realizada por quienes han estado en el poder. Los otros, denominados horizontales, son los desarrollados por el mismo equilibrio de poderes (justicia independiente, veto, juicio político) como así también la incorporación de mecanismos de control como los tribunales de cuentas, auditorías generales, etc.

¿En qué consiste la participación de los laicos?

La apuesta al desarrollo y al fortalecimiento de las instituciones es uno de los desafíos mayores que este tiempo nos impone como argentinos y como laicos comprometidos con este momento particular. La apuesta no es sencilla. En un primer nivel, y en un sentido amplio, el sistema de la democracia representativa exige el voto como el modo primero y más básico de participación. Es la participación en tanto mirada y encargo. A través del voto elegimos a nuestros representantes y les encargamos la tarea de velar por los intereses de la nación y la construcción del bien común según su entender, durante un lapso. De acuerdo con los entendidos, este voto es principalmente un voto retrospectivo; es decir, no votamos tanto por las propuestas que hacen los candidatos cuanto por sus antecedentes en la gestión. Es decir, no a lo que nos dicen que quieren hacer sino a lo ya han hecho, y premiamos o castigamos a los que no han actuado como esperábamos o deseábamos. En un segundo nivel y ya en un sentido estricto, otro modo de participación es aquel en el que decidimos actuar nosotros mismos como constructores del bien común. Esto es, como hacedores de las políticas públicas que lo realizan. Es la participación no como mirada y encargo, sino como manos en la masa, gestando el bien común. Esta participación supone la competencia por cargos electivos. Por ello se realiza a través de la vida de los partidos políticos. No hay otros mecanismos en la carrera electoral que éstos. Optar por partidos tradicionales o nuevos no es una cuestión de principios, salvo en lo que se oponga decididamente a principios básicos de la fe, sino de juicios prudenciales. La vida de los partidos políticos aparece agotada en estos días. Esto no es un problema sólo de nuestro país, sino un proceso que se verifica en todo el mundo. Hay países, como los Estados Unidos, que en realidad nunca tuvieron vida partidaria como nosotros la hemos conocido y verificado históricamente. Finalmente, las instituciones de la democracia representativa permiten la participación a través de la conformación de una opinión pública independiente. Es la participación en la vida política no como mirada y encargo, tampoco como manos en la masa, sino como lo que un autor norteamericano ha llamado voz; esto es, decidimos emitir nuestra opinión sobre la gestión de los representantes, sobre aspectos del bien común que deseamos o queremos de un determinado modo. Uno de los modos de realizar esto en democracia es a través de movimientos sociales de opinión, de asambleas ciudadanas o de espacios de diálogo, locales o nacionales; en muchas ocasiones, son lo que supimos llamar asociaciones intermedias en la enseñanza social de la Iglesia, y hoy denominamos organizaciones no gubernamentales. La participación en tanto voz requiere algunas aclaraciones. En primer lugar, la voz de la opinión pública no obliga a los representantes elegidos. En tanto elegidos por el voto popular, ellos juzgan la conveniencia o no de escuchar a la opinión pública mientras dura su gestión. En segundo lugar, y por lo mismo que acabamos de decir, la voz de la opinión pública no debe competir con las instituciones de la democracia representativa, sino que debe encontrar una vía final de interacción complementaria con los mecanismos de la democracia representativa. Por este motivo, si decidimos que nuestra participación sea la de la voz, debemos distinguir lo que pretendemos cuando lo hacemos: buscamos hacer escuchar nuestra opinión, o buscamos llegar por caminos paralelos a lo que no podemos por la competencia electoral. La distinción es sutil, pero debemos hacerla: lo requiere la honestidad política. Cuando decidimos meter las manos en la masa, decidimos competir y buscar espacios institucionales a través de los cuales influimos sobre el diseño y gestión de políticas públicas. Buscamos crear mejores condiciones de vida para la gente. Cuando elegimos la voz, elegimos trabajar sobre las preferencias de las personas y de la comunidad, esto es, buscamos convencer a los demás. El desafío, para los creyentes, es hacer apetecible nuestras convicciones, de alguna manera nuestra felicidad, a los demás. Si no somos capaces de hacerlo, mal podemos querer proponer un conjunto de creencias que ni a nosotros mismos nos hace felices. Las instituciones de la democracia representativa nos plantean desafíos en tanto bautizados y miembros de una comunidad histórica. En efecto, para quienes profesamos un sistema particular de creencias, estas instituciones democráticas nos obligan de una manera particular a la hora de luchar por nuestra concepción del Bien Común. Y tanto es así que muchas veces la hemos experimentado como una amenaza a nuestros valores. Por ello, también nosotros hemos contribuido a debilitar las instituciones de nuestro país, apoyando en más de una ocasión a fuerzas antidemocráticas para defender nuestros principios y, no pocas veces, nuestros privilegios. El error, en el fondo, fue posiblemente olvidar que, en el sistema democrático, nuestras ideas, preferencias y expectativas, constituyen una alternativa más, y compiten con otras por su realización a través de los mecanismos de las instituciones políticas. Este es el desafío y la exigencia, no pequeños, del pluralismo. Por más seguros que estemos de nuestras verdades, para nosotros también es válido que el fin no justifica los medios. En segundo lugar, este tipo de instituciones políticas modelan y dan un marco también a las visiones de largo plazo que a veces anhelamos tener como comunidad política. ¿Es que no podemos converger hacia un proyecto de país? ¿No sería bueno acordar un mañana hacia el cual dirigirnos? En la democracia representativa estos acuerdos son siempre parciales y tentativos. La ley federal de educación es un ejemplo de ellos. Surgió de una asamblea ciudadana donde un sector mayoritario triunfó sobre otro. Esta opinión de mayoría se transformó en una política pública a través del Congreso de la Nación. Es decir, con validez para todos y para el futuro. Pero como toda política pública, será evaluada, discutida y objetada en el tiempo. Quienes la objeten buscarán su modificación y quienes la apoyen buscarán su confirmación. Y las nuevas mayorías legislativas encauzarán estas opiniones. En democracia, el mañana se construye de manera progresiva, de acuerdo con las mayorías sucesivas y en períodos relativamente contingentes.

Los laicos no son el brazo terrenal de los obispos

¿Hay algo específicamente católico en la presencia o participación del laico en la política? En tanto motivación personal, considero que no. Nos motiva la misma búsqueda de santidad que caracteriza nuestra presencia en el mundo. Lo cual, por cierto, no es poco. Esta búsqueda de santidad en la política no es algo externo a nosotros mismos. No hacemos política como quien elige ésta o aquella manzana del barrio para hacer alguna tarea de evangelización. Quien ha decidido actuar en política ha decidido que allí se realiza su condición de bautizado, su unión a la tarea salvífica de Cristo: es allí mismo donde ha elegido amar, servir, entregarse, ser santo. Y en medio de todas las condiciones que ello supone: el trigo y la cizaña, que está dentro de cada uno y dentro de la comunidad toda. Quien hace política ha decidido ser santo en y a través de esas condiciones de vida: la búsqueda del poder y la prosecución del bien común; la lucha a veces feroz por los recursos y el afán final de mejorar la condición de muchos; el reconocimiento ciudadano a los aciertos y la exposición pública a los errores y los malentendidos; la crítica justa y la injusta; la alegría por la política de Estado bien hecha que dignifica la vida de algunos, y la tristeza profunda por la política de Estado hecha a costa del clientelismo y la demagogia. “Todo es de ustedes…”. Esta búsqueda de santidad no tiene que ver con la propagación de una verdad particular, sino con la experiencia y testimonio de Cristo muerto y resucitado. Sin duda, ésta es una verdad, pero no al modo de un dogma que blandimos como una espada sobre la cabeza de los demás, sino a la manera de un camino de vida que está dispuesto a despojarse de sí mismo hasta el abandono personal; que está dispuesto al servicio hasta la muerte, y muerte de cruz; que está dispuesto a la entrega porque ello es causa de encuentro y, por ese motivo, razón de esperanza. El laico que se inserta en política no lo hace en tanto miembro de una comunidad de dogmas que difunde una ideología y concreta un programa. La fe, en política, no es una ideología. Es un compromiso vital. Con los demás, y con Cristo a través de los demás. “Todo es de ustedes, pero ustedes son de Cristo…”. Este compromiso vital, que se desarrolla desde una experiencia comunitaria de fe en la Iglesia de Cristo en la Argentina, tiene luces que iluminan el camino: ciertos valores, ciertas enseñanzas, ciertas orientaciones. La enseñanza social de la Iglesia es uno de ellos. Pero cuidado: los laicos en política no somos el brazo terrenal de los obispos. Los obispos tienen, entre otras, una misión profética: la de denunciar las injusticias. Al laico inserto en la política le corresponde, desde aquellas luces orientadoras, diagnosticar sobre tales injusticias, proponer alternativas, implementar soluciones. Estas soluciones no están escritas en ningún manual de enseñanza social de la Iglesia. No tienen que estarlo. Hay diversas soluciones posibles y diversas formas de implementarlas. Más aún: la enseñanza social de la Iglesia, esencial y necesario punto de partida para la inserción en el mundo, es insuficiente para el diagnóstico, las propuestas y las implementaciones. Por un lado, hay mediaciones científicas ineludibles para todo esto: las ciencias sociales, por ejemplo, son una de ellas. Pero por otra parte, está el gran ejercicio de la acción política, que implica la organización, el trabajo en equipo, el debate y el consenso, el diseño de leyes, la implementación de programas específicos, con aquellos que piensan igual y los que piensan de otro modo, con aquellos que, pensando lo mismo, difieren en las estrategias de implementación. Este es un ejercicio de pluralidad que requiere mucha práctica y aprendizaje por parte de los católicos. Cierto acostumbramiento a “las verdades que conocemos”, sumado a “nuestras certezas” sobre tales verdades, nos pueden llevar a una actitud pontifical alejada de las condiciones que requieren el diálogo y la búsqueda conjunta en la política. Más aún, debemos cuidar que la búsqueda sincera del diálogo y el trabajo conjunto no opaque condiciones inherentes a la política ya mencionadas. Uno de los desafíos mayores en política es experimentar la actitud del diálogo y la búsqueda conjunta de soluciones reconociendo que somos parte de ciertos intereses, de ciertas posiciones, de ciertas concepciones de las cosas. Ni la seguridad de ciertos valores evangélicos, como el respeto a la opinión del otro y el trabajo mancomunado nos debe hacer olvidar que, en política, no dejamos de ser gremialista, concejal, legislador o ministro de un gobierno particular. El tema de la conducta moral parece claro. Pero a poco de profundizar no lo es tanto. En primer lugar, propongo dejar de lado el discurso ético como bandera de presencia personal en la política. La conducta evangélica no puede ser manipulada como parte del marketing político. Esta conducta se vive o no se vive. Si la vivimos, puedo asegurar que seremos un punto de referencia y de testimonio. Si no lo hacemos, no hay discurso que alcance para ocultar nuestra incapacidad para vivir la fe en el mundo de la política. La política supone un mundo de opciones que está lejos de ser un mundo de blancos y negros, de corrupción y anticorrupción… un mundo de absolutos. Plantearlo y pretender vivirlo así es relativamente fácil. La mayor parte de la experiencia de la virtud en la política pasa por otro lado: pasa por una serie de decisiones permanentes, diarias, en la que deben bajarse principios al nivel de la decisión y de la acción política: decisiones que tienen que ver con la tensión entre equidad y eficiencia, entre el corto y el largo plazo, entre conceder hoy en una negociación para asegurar una mejor decisión para todos el día de mañana, entre alianzas y coaliciones permanente en el gabinete o en la asamblea legislativa. Estas cuestiones no tienen, por lo general, respuestas absolutas. Requieren de la virtud de la prudencia. Al respecto, sólo puedo hablar a partir de mi experiencia. Es difícil tratar de vivir la prudencia política cuando la vida de uno no se ejercita en la prudencia personal, cuando no hay búsqueda de la vida en el espíritu. Dicho de otro modo: vivir la ética en la política es un ejercicio permanente que requiere, de manera casi necesaria, que uno esté en la búsqueda también de la santidad en la vida personal. Esto no asegura la decisión moralmente correcta, la cual en muchas ocasiones sencillamente no existe. Pero lo coloca a uno en un camino de búsqueda evangélica; al menos, en el afán diario de estar alerta, de no relajarse, de querer hacer siempre las cosas lo mejor posible… Esta vida en el espíritu y este ejercicio de la prudencia tiene una dimensión comunitaria. Es importante la búsqueda de espacios de reflexión y diálogo, eventualmente en el mismo lugar de trabajo, con aquellos con quienes se comparte la fe, la misma cosmovisión de las cosas, la buena voluntad para compartir las dudas, para fortalecer el ánimo, para seguir alimentando esperanzas. Igualmente, puede ser importante el acompañamiento desde nuestras mismas comunidades eclesiales a nuestros hermanos que caminan en el mundo de la política. No tanto para darle tal o cual consejo. Sino para que, a partir de la confianza evangélica que nos da compartir el mismo pan y la palabra, podamos acompañar a aquellos que han tomado decisiones duras en el ámbito de la política. Sin embargo, en estas mismas comunidades debemos tener cuidado también de que nuestras propias opciones políticas no sean el motivo para el rechazo o la desconfianza hacia aquellos que se sumergen en este mundo de la política. No pocas veces, y esto incluye también a nuestra jerarquía, se acompaña a los laicos hasta el momento en que hacen la opción partidaria. Una vez que la hicieron, pareciera que aquel acompañamiento era sólo válido para quienes piensan como uno. La madurez comunitaria implica confianza evangélica. A los católicos no nos ha sido dado esperar los frutos de nuestra siembra. Y esto, sin duda, está demasiado lejos de ciertas condiciones del quehacer político, donde los resultados son parte no sólo de la competencia electoral, sino, lo que es más importante todavía, de la eficiencia a la hora de evaluar el trabajo bien realizado de las políticas públicas. En estos, como en tantos otros aspectos, hay tensiones entre la vida de la fe y la del mundo de la política. Su resolución final sólo puede darse cuando dejamos macerar nuestra vida personal por un espíritu de abandono que sólo se experimenta desde la oración y la vida en el espíritu. Pero esta experiencia no puede sino enviarnos de vuelta a ese mundo de luces y sombras, de paradojas y contrastes, como es el mundo de la política. Mundo que hoy nos convoca en nuestro país, una vez más y como siempre, porque “la Argentina es nuestra, nosotros somos de Cristo, y Cristo es de Dios”.

Fuente: revista Criterio N ° 2310, noviembre de 2005.

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