Inmutable destino de la Iglesia: triunfante y sufriente juntos

Se necesitarán nuevos apologetas, respetuosos de todos, y al mismo tiempo corajudos en el mostrar las razones por las cuales el creyente no es un crédulo, porque el Evangelio es “verdadero”.

Por Vittorio Messori (Italia)

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Por Vittorio Messori. – El sentido del pontificado de Benedicto XVI está en la institución, el día de la fiesta de Pedro y Pablo, del nuevo Consejo Pontificio para la re-evangelización del Occidente secularizado, para el re-anuncio de la fe en un mundo donde “el Dios de Jesús parece eclipsarse”. Y tiene un significado preciso que el nuevo Consejo sea confiado a un arzobispo como Rino Fisichella, especialista en aquella antigua “apologética”, y que hoy se prefiere llamar “teología fundamental”. Para entender, tenemos que plantearnos algunas preguntas. Comenzando por la más importante: ¿la Iglesia Católica está realmente en graves problemas? En realidad, la teología y la experiencia histórica muestran que siempre la Iglesia fue, y siempre será, al mismo tiempo “triumphans et dolens”. Como su Fundador estará siempre -en palabras de Pascal- viva y fecunda y, al mismo tiempo, como agonizante. ¿Clero indigno, entre abusos sexuales y negociados? Ninguna sorpresa siendo, en su rostro humano, tanto casta como “meretrix”, tanto madre de santos como refugio y hogar de pecadores. ¿Perseguida? Si no lo fuera desmentiría la advertencia de Cristo a sus discípulos, que no pueden ser tratados de modo distinto que el Maestro. ¿En disminución numérica, tanto de practicantes como de vocaciones? Necesario en el fondo, porque su destino, como lo anuncia el Evangelio es el de ser “pequeño rebaño”, “levadura”, “sal”, “grano de mostaza”. Es simple catecismo. Se equivocan entonces, aquellos que se aventuran en análisis improbables, imaginando un Benedicto XVI “angustiado” por este tipo de problemas. Justamente debido a su visión de fe, el Papa Ratzinger está muy dolido, y nunca deja de decirlo públicamente, pero al mismo tiempo está lejos de la “angustia”. Cuando me describía la situación alarmante de la Iglesia Católica en la tormenta del post-concilio, me atreví preguntarle si, a pesar de todo, sus noches eran tranquilas. Me miró sorprendido: “¿Por qué no podría dormir? Debemos hacer, todos, nuestro deber hasta el final. Seremos juzgados por Jesús por la buena voluntad, no acerca de resultados. La Iglesia no es nuestra. Nosotros somos sólo la tripulación de una barca que es Suya, es El el que tiene el timón y establece la ruta. Sabemos que habrá tormentas, incluso terribles, que los sufrimientos de todo tipo no faltarán, pero también sabemos que no se hundirá y que tarde o temprano llegaremos al puerto”. Si hay “angustia” en el Papa no es por las pruebas a menudo providenciales, en todo caso ya anunciadas hace veinte siglos. Hay una sospecha de angustia, en todo caso, por la constatación -que en él es siempre lúcida y constante- que es en la fe donde hoy está el problema. Nada puede turbar al Pastor, si en el clero y en el laicado existe confianza en la existencia de Dios, la verdad del Evangelio, en la Iglesia como Cuerpo de Cristo. Nada puede permanecer en pié si se nos convence que existen Caos, Materia, Evolución ciega en lugar de Dios; que la Escritura no es sino una antología caótica de remota literatura semítica; que la Iglesia es una empresa multinacional o, siendo benévolos, una ONG, la Cruz Roja con un “hobby” de religión. Dos veces, sólo en los últimos meses, Benedicto XVI repitió -y cada vez, sí, con una sospecha de angustia-: “La fe está en peligro de extinción como una llama que no encuentra alimento”. En Fátima recordó la equivocación de tantos activismos clericales, que se agotan en cuestiones morales, políticas, sociales, provenientes de la fe, pero sin cuestionarse sobre la verdad y la credibilidad de esa fe. Lo cual hoy no se da por descontado. No lo está a tal punto que una vez, en la mesa, le oí escapar una confidencia: “Hoy, en Occidente, quien me asombra no es el incrédulo sino el creyente”. En su inquietud cierta inteligencia o nomenclatura eclesiales no lo satisfacen, y a menudo parecen oponérsele. Como ha repetido en estos días, sabe que los mayores peligros para la Iglesia vienen desde dentro, y no sólo por el pecado de dinero, del arribismo y de la carne. El sabe mejor que nadie (un cuarto de siglo en la Congregación para la Fe no fueron en vano) que mucha teología, tal vez dada en universidades “católicas”, e incluso “pontificias”, son poco confiables, insinúan dudas y socavan las certezas. Él sabe que la exégesis bíblica disecciona la Escritura como cualquier texto antiguo, aceptando acríticamente un método que llama “histórico-crítico”, creado en el novecientos por ateos o protestantes secularizados, que más que crítico es ideológico. La base misma sobre la que descansa todo, la Resurrección de Jesús en espíritu y también en el cuerpo, se pone en duda si no es rechazada por sacerdotes y frailes en las cátedras. Sabe que la base de la ética católica es negada en las prácticas pastorales. El sabe que, en los seminarios, algunos jóvenes dependen más, que del director espiritual, de sociólogos y psicólogos: y si incrédulos, tanto mejor ¿no es un signo de “iluminada apertura”. Si, por consiguiente, “la llama” se apaga es porque muchos que deberían no la alimentan, sino por el contrario trabajan para extinguirla. Es tiempo, entonces, de tirar leña a “la llama”, redescubriendo aquel trabajo de una nueva búsqueda de credibilidad de la fe, aquel acuerdo entre el creer y el razonar que siempre ha existido, y que después del Concilio ha sido abandonado. Ya es hora, entonces, de volver a la apologética, para volver a darle alimento a la antorchas, apagadas las cuales nada tiene sentido y San Pedro con el Vaticano entero, podrían ser entregados a la UNESCO como un simple “patrimonio artístico de la humanidad”. No por casualidad Monseñor Fisichella, especialista en la apologética -o la teología fundamental, si se prefiere- ha parecido a Benedicto XVI como el “fogonero” adecuado. Un trabajo arduo espera al arzobispo, cardenal si lo hace bien. Aquí, para la Iglesia, todo está en juego: y no serán suficientes los habituales congresos, debates, “cátedras de no creyentes” o los acostumbrados “documentos” de uso interno. Se necesitarán nuevos apologetas, respetuosos de todos, y al mismo tiempo corajudos en el mostrar las razones por las cuales el creyente no es un crédulo, porque el Evangelio es “verdadero”.

Fuente: diario Corriere della Sera, Milán, Italia, 7/7/2010.

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