El gobierno que no convence impone

Cristina y Moreno son así. La Presidenta le cree a Moreno y Moreno le cuenta la mitad más endeble de las verdades. A los dos les gusta imponer más que convencer. Ésa es otra definición posible del autoritarismo.

Por Joaquín Morales Solá (Buenos Aires)

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Por Joaquín Morales Solá.- Hubo un tiempo en que un grupo de personas solía marcarle a Cristina Kirchner los límites de la vida. Ninguna de ellas está ahora. La Presidenta es una mujer solitaria, de carácter fuerte y autoritario. Siempre fue así. La soledad y sus bríos mandones explican, por sí solos, que haya cruzado en los últimos días líneas divisorias entre la democracia y el absolutismo. Usó la cadena nacional durante una hora en el momento de mayor consumo de televisión, y autorizó nuevos y mayores controles para las importaciones y para los gastos en el exterior.

La historia retorna. Esas decisiones afectan sobre todo a los amplios sectores medios de la sociedad argentina. Pero ¿quién contribuyó notablemente a hacerla presidenta dos veces sino la clase media argentina? Hasta los estamentos medios de la Capital la votaron en octubre pasado. Cristina Kirchner suele vengarse de sus votantes inmediatamente después de meter tales sufragios en su cartera. Sucedió lo mismo en 2008 con el voto rural. El campo argentino la había votado en 2007, pero ella intentó confiscarle parte de la renta tres meses después de asumir. ¿Qué lleva a la Presidenta a matar las simpatías que le fueron útiles? ¿Tal vez la certeza de que no son sinceras? ¿La convicción, acaso, de que esos votos no guardan amor, sino conveniencia?

La cadena es un exceso (y una ilegalidad) a cualquier hora, sobre todo cuando se la usa para no decir nada. Pero es algo más que eso cuando se recurre a ella en la hora pico del encendido televisivo, cuando las familias se sientan frente al televisor para entretenerse o para informarse al final del día.

El exceso se convierte entonces en una intromisión del Estado en la vida privada de los ciudadanos. Los discursos en cadena de la Presidenta no le sirven de nada. ¿No hay ningún voluntario dispuesto a decírselo? La escuchan los convencidos, que son cada vez menos, y no la escuchan los críticos, que son cada vez más. En la noche del lunes, los canales de cable que no están comprendidos por la red de radio y televisión tuvieron más encendido que la televisión abierta. Nadie recuerda que eso haya pasado antes. Gran parte de la sociedad argentina huyó de la cadena nacional y se refugió en canales de deportes, de películas o de documentales.

Una hora para explicar, otra vez, que la historia comenzó cuando su marido llegó al poder. La persistencia autorreferencial se impone, en los ritos del kirchnerismo, sólo cuando declina el culto a la personalidad. Los spots televisivos para adular a los propios protagonistas del poder o las gigantografías de los poderosos parecen por momentos historias sacadas de las extravagancias del régimen de Corea del Norte. La industria argentina, con sus más y con sus menos, tiene muchas décadas de historia. No fue un invento de los Kirchner, aunque éstos hayan sabido aprovechar las circunstancias y la herencia que recibieron.

Ese mismo día, el infaltable jefe de la AFIP, Ricardo Echegaray, informó que los argentinos deberán declarar en la Aduana, al regresar de un viaje, si han comprado en el exterior camisas, zapatillas o calzoncillos. El Estado se volvía a meter en la intimidad de las personas. Fijó 300 dólares como franquicia máxima para compras en el exterior, si fueran países no limítrofes. Trescientos dólares es poca plata en cualquier lugar del mundo, pero es mucho menos en el país de Cristina Kirchner. La ropa y los alimentos son mucho más baratos en Europa o en los Estados Unidos que aquí. Ni que hablar de los productos de computación o tecnológicos, que directamente valen en la Argentina el doble que en cualquier otro país. Un día más tarde, Echegaray (algunos cacerolazos mediante) se retractó. Por ahora.

¿Sabrá Cristina las cosas que pasan fuera de Tecnópolis? Las impresoras, por ejemplo, se han quedado sin cartuchos de tinta de repuesto, porque no se permite su importación. La nueva propuesta que surgió ahora consiste en la venta de cartuchos truchos que son muy caros. Por el valor de tres de esos cartuchos malos se puede comprar una impresora nueva. En eso consiste la modernidad que pregona el cristinismo y su defensa de la industria nacional. No fue causalidad que en el Día de la Industria haya sido invitada La Salada, un ejemplo del mundo con el que sueña Guillermo Moreno: informal e ilegal.

Es difícil que a la Presidenta la pueda rozar la realidad con la mesa que ella misma armó para esa noche en Tecnópolis. Estaba el ex presidente de la UIA Juan Carlos Lascurain, un empresario metalúrgico que se apasionó por el kirchnerismo hace ya muchos años. También se sentó a esa mesa de elegidos Osvaldo Cornide, presidente de la inexistente CAME, que pasó del fanatismo menemista a la exaltación kirchnerista. Fue de Anillaco a El Calafate sin escalas. El actual presidente de la UIA, José Ignacio de Mendiguren, trató de seguir haciendo ahí lo que él cree que debe hacer: elogiar y proponer, proponer y elogiar.

Pero ni Mendiguren se salvó de la inapelable justicia divina aplicada por cadena nacional. Cristina había leído una declaración suelta del dirigente empresario en la que señalaba, con razón, que la matriz industrial argentina depende mucho de los insumos importados. Hay, por lo tanto, que tener cuidado con el freno a las importaciones, quiso decir. La Presidenta le contestó que era un contradictorio, porque pedía insumos importados y devaluación al mismo tiempo. Mendiguren no dijo eso; sólo contó una realidad que existe por más vueltas que le den.

¿Cómo explicarle la realidad a Cristina? ¿Cómo, si ella después le pregunta a Moreno si lo que le dicen es cierto? Pasó con el director de cine Enrique Piñeyro, al que la Presidenta aludió sin nombrar esta vez. Otra vez la justicia y la delación por cadena nacional. Piñeyro había contado que no podía sacar de la Aduana unas cámaras de cine que compró. Moreno le dijo a Cristina que el director no había iniciado el trámite. No lo inició, aclaró después Piñeyro, porque en la Aduana le cerraron las puertas: le aseguraron que son importaciones prohibidas.

Cristina y Moreno son así. La Presidenta le cree a Moreno y Moreno le cuenta la mitad más endeble de las verdades. A los dos les gusta imponer más que convencer. Ésa es otra definición posible del autoritarismo.

Fuente: diario La Nación, Buenos Aires, 5 de setiembre de 2012.

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