El fin de la división de poderes

¿Dónde han llegado los exponentes de la República? ¿Qué significa este diálogo de tahúres entre jueces y funcionarios de una democracia? ¿En qué país estamos ingresando en el que las más altas autoridades de la Nación maltratan a un juez como si fuera un reo?

Por Joaquín Morales Solá

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Néstor Kirchner cree en el efecto fulminante, casi mágico, de sus tribunas de incendio. No hubo inocencia en él, por lo tanto, cuando el sábado último la emprendió contra los jueces de la Cámara de Casación. Ellos tienen en sus manos muchas causas por las violaciones de los derechos humanos en la década del 70. Si la presión pública es ya un hecho demasiado grave, puede asegurarse que es aún más intensa –y quizá concluyente– la presión soterrada que se está ejerciendo sobre esos jueces para que abandonen sus cargos.

“Jubílense y no les pasará nada.” Ese es el mensaje que los jueces Gustavo Hornos, María de Durañona y Vedia, Alfredo Bisordi y Eduardo Riggi vienen recibiendo de niveles decisivos del poder. La tensión que ellos viven personalmente es muy difícil de transcribir en pocas palabras. Lo cierto es que ni siquiera han faltado los estallidos de llanto en los últimos días en algunos de esos magistrados. Tales episodios de tensión interna eran previos, por cierto, al maltrato presidencial en Córdoba.

¿Quién es el mensajero oficial de tales bravatas? Según coincidentes versiones que circulan en la Justicia, el mensajero es el diputado Carlos Kunkel. Cuenta con la confianza presidencial y es, al mismo tiempo, una especie de delegado de Kirchner en el Consejo de la Magistratura, el organismo encargado de designar y relevar a los jueces.

El oficialismo se reservó, en la última modificación del Consejo, el control de los dos tercios necesarios para remover o nombrar jueces. Las advertencias de Kunkel no carecen, entonces, de sustento político para hacer posibles sus intimidaciones.

De cualquier forma, el “jubílense” de Kunkel fue reemplazado ayer por el más expeditivo “váyase” que el ministro del Interior, Aníbal Fernández, siempre más locuaz que cualquiera, le arrojó al juez Bisordi. Bisordi había advertido que por el camino emprendido por Kirchner se terminaría en la “suma del poder público”.

¿Dónde han llegado los exponentes de la República? ¿Qué significa este diálogo de tahúres entre jueces y funcionarios de una democracia? ¿En qué país estamos ingresando en el que las más altas autoridades de la Nación maltratan a un juez como si fuera un reo?.


Empecemos por despejar las dudas. Kunkel y Aníbal Fernández hablan por boca de Kirchner; ninguno de los dos haría nada sin la previa autorización presidencial.

La ofensiva contra los jueces la ordenó Kirchner hace ya varias semanas, la continuó él mismo el sábado último en Córdoba y la prosiguen ahora sus dos condotieros de inconfundible confianza.

La Cámara de Casación es el tribunal penal más alto del país. Está sólo un peldaño por debajo de la propia Corte Suprema de Justicia. Incluso, muchos casos que pasan por Casación reconocen esa instancia como la última y no pasan por la Corte Suprema.

Con el ritmo que han tomado las cosas, tal vez haya llegado el momento de que la propia Corte Suprema se pronuncie sobre tales presiones oficiales, públicas y privadas.

Algunos de los miembros del más alto tribunal salieron, en otras oportunidades, en defensa del principio de la independencia de los poderes y del necesario respeto entre ellos.

Nunca antes, no obstante, las fricciones habían llegado tan lejos, salvo cuando el Presidente decidió remover a la vieja Corte pocos días después de acceder al poder.

Los jueces que integran la Cámara de Casación son, en su mayoría, muy antiguos funcionarios judiciales y todos llegaron a esa posición durante un gobierno democrático. No, desde ya, en el gobierno de Kirchner. ¿Piensan como Kirchner? Es probable -y hasta seguro- que en muchos casos no piensan igual que el Presidente. Pero esas diferencias son inherentes a la republicana independencia de poderes y ninguno de ellos desconocerá, en última instancia, los mandatos de la ley.

Si los jueces tuvieran la obligación de pensar como el Poder Ejecutivo, sencillamente la existencia de la Justicia no tendría sentido.

Algunos argumentos que se han exhibido son poco consistentes. Es, por ejemplo, el caso de las “inexplicables” demoras para apurar los juicios sobre las violaciones de los derechos humanos.

Uno de los casos más emblemáticos, el de la ESMA, sólo tuvo una competencia definitiva en diciembre del año último. Los propios querellantes habían demorado el trámite interponiendo objeciones en las distintas instancias.

La doctrina de que el pasado es el deber de los jueces se rompe cuando el Poder Ejecutivo irrumpe de esa manera en los pasillos de la Justicia. El pasado argentino es trágico y está cargado de muertes inexplicables. Nadie podría dudar de esa carga de atrocidades en nuestra historia reciente.

Sin embargo, otros países, como Chile y Uruguay, han decidido reabrir judicialmente el pasado, pero sus gobiernos se mantuvieron al margen. Ninguno de sus presidentes les indicó a los jueces que quería el juicio y el castigo, porque esto último significa prejuzgamiento. Ricardo Lagos ha sido el mandatario que mejor expuso y cumplió aquella doctrina: “El pasado es la obligación de los jueces; la mía es el futuro”, dijo.

Es probable, con todo, que aquí se haya decidido convertir el caso de los derechos humanos en un tema de campaña electoral. Nadie duda, a estas alturas, de las convicciones del Presidente sobre la necesidad de esclarecer las partes ocultas del pasado.


Al mismo tiempo, no deja de ser llamativo que semejante empellón actual esté sucediendo simultáneamente con la inauguración del año electoral. La embestida contra los jueces no tendría por qué ser exclusiva contra ese tribunal. El precedente de un gobierno hurgando en la integración de los tribunales o en la opinión de los jueces podría traer consecuencias de temor y de parálisis en la Justicia.

En la Justicia se están investigando varias causas más contemporáneas, que afectan a las decisiones y los manejos de funcionarios del actual gobierno. Puede que no sea ése el propósito, pero podría ser la consecuencia.

Kirchner dijo en Córdoba que diría lo que dijo aun cuando sabía que lo criticaría la “prensa tradicional”. Sólo quedarían pocos jirones de la República si nadie más que la “prensa tradicional” se preocupara por un presidente decidido a zamarrear jueces y, si no entendieran el mensaje, a echarlos como si fueran secretarios indolentes.

Por Joaquín Morales Solá

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