El drama de un país que no resuelve los problemas

Sospechas en el camino a las elecciones de octubre. ¿Es Néstor Kirchner inocente de ese debate fundamental del sistema político, que desmenuza la limpieza y la credibilidad de las elecciones?

Por Joaquín Morales Solá

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Ningún problema se va nunca. Quizás en esa simple fórmula se esconde una parte, al menos, del conflicto argentino. Casi un cuarto de siglo después de la restauración democrática, el período más largo de vigencia de plenos derechos civiles desde 1930, el país se metió, con el desparpajo de un recreo, en el crucial debate sobre la limpieza de las elecciones. Todavía, seis años después, no se ha resuelto del todo la trágica fiesta del default y, para peor, en el exterior se habla del “nuevo default argentino” cuando se menciona la virtual intervención del Gobierno al Indec.

La mayoría de los políticos argentinos no sabe ganar, pero tampoco sabe perder. Cuando se tienen pocas pruebas para demostrar el supuesto fraude, no carece de cierta irresponsabilidad introducir una discusión general sobre la credibilidad del sistema electoral.

Después de todo, el peronismo acaba de perder Santa Fe por primera vez desde 1945; es decir, desde que Perón inventó ese partido. Sólo hubo gobernadores santafecinos no peronistas elegidos en tiempos del justicialismo proscripto, como Silvestre Begni y Aldo Tesio. Un opositor ganó hace poco la Capital Federal y una opositora se quedó con el gobierno de Tierra del Fuego también recientemente. Mucho antes, un presidente y un gobernador habían sufrido una estrepitosa derrota electoral y política en Misiones.

¿Es Néstor Kirchner inocente de ese debate fundamental del sistema político, que desmenuza la limpieza y la credibilidad de las elecciones? No lo es. Si algo faltó en su gestión, cargada de obsesiones y de concentraciones, fue precisamente la reparación de las instituciones dañadas desde la gran crisis de principios de siglo. Dicho de otro modo: nunca existió en él la intención genuina de una reforma del sistema político que reconciliara a la sociedad con la política y con las instituciones.


No hay argumentos que expliquen, por ejemplo, por qué todavía no existe voto electrónico en el país. Los progresos tecnológicos no eliminan la perspectiva del fraude, pero acotan muchísimo la posibilidad de hacerlo. Luis Juez no tuvo muchas pruebas para demostrar que le habían robado la elección cordobesa, pero tenía una evidencia política relevante: el escrutinio de Córdoba duró 17 horas increíbles. Una elección en Brasil, con una población cinco veces superior a la argentina y con una entramado social más complejo, se resuelve en un par de horas después del cierre de las elecciones. Brasil tiene voto electrónico, como lo tienen muchos países latinoamericanos.

La Argentina no lo tiene, a pesar de contar con estándares educativos y culturales por encima del promedio latinoamericano. A pesar, también, de que el gobierno de Kirchner y su ministro del Interior, Aníbal Fernández, se comprometieron a introducirlo semanas después de asumir el poder. En 2003, el gobernador de Buenos Aires, Felipe Solá, intentó hacer una prueba de voto electrónico en Olavarría. Los caudillos del conurbano le cortaron los pies no bien anunció que avanzaría en esa dirección. ¿Por qué? Hagamos la más benigna de las deducciones: el voto electrónico podría complicar también a la industria del clientelismo político.

El mundo, el acotado mundo donde la Argentina importa, mira con pasmo estos desvaríos argentinos. Una fuente inmejorable del oficialismo anticipó que el Gobierno, el de Néstor y el eventual de Cristina Kirchner, hará algunas modificaciones a la política exterior. La lista de países amigos incluye tres naciones prioritarias: Alemania, España y los Estados Unidos.

El eje de esa nueva política pasa por la necesidad de acordar la deuda en default con el Club de París. Pero esa fuente, que oye a Kirchner todos los días, dio también un argumento propio del pragmatismo peronista: “Si hay que tener amigos en el mundo, entonces hay que buscarlos entre los que tienen poder”. Alemania es el país que más énfasis ha puesto en la necesidad de que la Argentina deje atrás la situación de país en default con el Club de París. Washington podría vetar cualquier solución no ortodoxa de ese problema, incluso la que el Gobierno ya comenzó a negociar con el candidato más firme a conducir el Fondo Monetario, el francés Dominique Strauss-Kahn. Y España es importante porque la Unión Europea no decide nada sobre América latina sin la aprobación de Madrid.

Pertenecer a ese club requiere algunos requisitos. Uno de ellos es, justamente, no estar en default con muchos Estados importantes del mundo, que es lo que significa, al fin y al cabo, la deuda impaga con el Club de París. Ni Alemania ni Japón pueden refinanciar las deudas de sus Estados si el deudor no tiene una auditoría externa, según sus leyes internas. El auditor es, sin tantas vueltas, el Fondo.

En los Estados Unidos, cualquier negociación de una deuda con su Estado debe pasar por la aprobación del Congreso. Difícilmente, el Congreso norteamericano aceptaría una refinanciación que no incluyera la opinión del Fondo Monetario. El problema es más complejo, entonces, que el fácil optimismo del gobierno de Kirchner tras los primeros sondeos con Strauss-Kahn. Hay esbozos de soluciones, pero su boceto final requerirá futuras y enrevesadas negociaciones.

El Gobierno suele explicar la manipulación de los datos del Indec diciendo que “cada punto de inflación significa mucha plata en intereses de la deuda”. Se refiere a los intereses de los bonos ya refinanciados y que son indexados por los índices de inflación.

Tal vez el Gobierno está denunciando que algunos expertos en mediciones fueron tentados con maneras innobles para aumentar la inflación y para que los tenedores de bonos ganaran más con los intereses. El mundo entendió otra cosa: dedujo que el Gobierno está dibujando cifras irreales de inflación para pagarles menos a los bonistas. A eso se le llama en el exterior el “nuevo default argentino”.

Con un default en regla, el del Club de París, y con otro default tácito, el de los intereses de algunos bonos refinanciados, lo único que le faltaba al país era propagar la sospecha de que los gobernantes argentinos elegidos tampoco han sido elegidos. La Argentina retrocede con un problema a la Navidad ingrata de 2001. Con el otro problema vuelve, campante, a 1983, cuando la democracia era sólo un plan que todavía necesitaba una arquitectura.

Por Joaquín Morales Solá

Fuente: diario La Nación, Buenos Aires, 20 de setiembre de 2007.

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