El desprestigio de la política: en busca de una democracia mejor

El mejoramiento de la Justicia, la recuperación de recursos estratégicos regalados, un modelo de desarrollo con producción industrial y agraria, la discusión sobre una reforma tributaria que obligue a pagar más a los que más tienen, la protección del medio ambiente, la generación de energías limpias, el apuntalamiento de la educación que antaño fue nuestro orgullo, la asignación de presupuesto para la salud y la investigación, el alineamiento continental cuando el mundo globalizado entra en crisis son asuntos de la política.

Por Tomás Eloy Martínez

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Dentro de pocas semanas habrá en la Argentina otra de las elecciones que regularmente renuevan las dos cámaras del Congreso y los parlamentos provinciales. Sin embargo, el tono particular -único- de esta campaña ha dejado al descubierto que los comicios legislativos perdieron su naturaleza para convertirse en un medio, un paso en la carrera por el todo o nada de la renovación presidencial. El acento está puesto en los nombres que se eligen y no en las ideas que se postulan, a tal punto que se perdieron semanas en discutir quiénes van a integrar las listas y, cuando se alcanzaron acuerdos, se descubrió que la ciudadanía votará por candidatos fantasmales -testimoniales se los llama- que no están dispuestos a ocupar sus bancas porque ocupan ahora funciones de más poder.

Según la tradición republicana que nutre la Constitución argentina, las de junio son elecciones que refuerzan el equilibrio de poderes: el Legislativo acota al Ejecutivo y al Judicial, que a la vez acotan a cada uno de los otros. Sin embargo, los protagonistas del próximo 28 de junio han adjudicado a este voto el valor de un referéndum.

El ex presidente y virtual jefe de gobierno así como su esposa, la presidenta de la Nación, han subrayado que se elige entre la continuidad del modelo o el abismo. Por modelo han de entender la administración del país en los últimos dos -o acaso seis- años, según el ministro del Interior, Florencio Randazzo, quien declaró que el Gobierno “ha hecho lo suficiente para que la sociedad nos acompañe”. Sin embargo, hasta una defensora a ultranza del kirchnerismo, como la fundadora de Madres de Plaza de Mayo, Hebe de Bonafini, reconoció que “todavía hay mucha desocupación, gente con hambre”. Antes de la crisis económica mundial, la Argentina conoció años de excepcional bonanza cuyos efectos son casi invisibles, salvo en la retórica de la Presidenta, quien suele insistir en que uno de los objetivos de su gobierno es la distribución justa de las riquezas.

Los discursos oficiales no pasan revista a las promesas que se hicieron en las últimas elecciones y no explican por qué no se cumplieron las que quedaron en meras palabras. Amparados en esa escasez, o acaso porque representan otros modelos, como el neoliberalismo de la década de 1990, que llevó la situación social a este presente, los opositores se abstienen de hacer propuestas y circulan por el discurso de la ética que tantas veces la iniciativa kirchnerista les deja servido en bandeja. Las candidaturas testimoniales son un ejemplo claro. La oposición ha recurrido al reclamo judicial y a la indignación para atacar el vale todo del peronismo explícito, pero ha olvidado que en 2005 Mauricio Macri hizo algo similar al encabezar la lista de diputados cuando ya parecía clara su aspiración a competir en las elecciones para jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires. Las ganó dos años más tarde.

Desde que la recuperó en 1983, la Argentina vive una democracia imperfecta y no se ha hecho mucho por mejorarla. Los legisladores, que en teoría deberían representar la voluntad de los ciudadanos que los eligen, jamás rinden cuentas de lo que hacen. El modelo que inspiró la Constitución de 1853, y que mantuvo la reforma menemista de 1994, esto es, la Constitución de los Estados Unidos de 1787, somete a representantes y senadores a la presión de sus votantes.

Guillermo O´Donnell, uno de los más notables teóricos argentinos en ciencias políticas, ha señalado que la Argentina tiene una democracia que es representativa sólo de nombre; en los hechos, funciona como una democracia por delegación. El voto, que exigiría cumplir con lo que se promete, es tomado por los elegidos como una carta blanca para actuar como quieren. Los argentinos pueden alzar la voz más y más alto, y aun así el poder se siente con derecho a no oír. Sólo lo inquietan las encuestas, que han tomado el lugar de la voluntad ciudadana.

Se supone que en las democracias el ciudadano puede castigar con su voto a quienes no lo escuchan. En este momento los ciudadanos norteamericanos atormentan con llamados, cartas y correos electrónicos a los legisladores que tendrán la responsabilidad de reformar el sistema de salud tal como lo prometió el presidente Barack Obama en su campaña. Nadie permite que las mejoras prometidas caigan en el olvido. En la Argentina, en cambio, pocos saben a quiénes eligen, y si se atreven a quejarse, lo más probable es que no se les responda. Ahora, por añadidura, ni siquiera sabrán si los candidatos que voten asumirán sus responsabilidades.

Muchas desgracias llevaron a esta situación. Desde el nefasto golpe fascista del general José Félix Uriburu la cultura cívica argentina se desvaneció en el aire. Generaciones enteras vivieron el voto como un hecho excepcional; luego del golpe de 1955, además, la proscripción del peronismo deformó el criterio liberal que sostenía la Constitución. De un modo casi darwiniano, el movimiento -que no es lo mismo que partido político- fundado por Juan Domingo Perón se convirtió, con el mismo desprecio por la democracia, en la única fuerza capaz de mantenerse en el poder e hizo del poder el único sentido de su existencia, lo cual sólo podía conducir a la corrupción. Pero en un país donde el poder robaba y mataba, o robaba y empobrecía, la siniestra consigna “roban pero hacen” es todo lo que necesita el justicialismo, en cualquiera de sus formas, para imponerse.

Hace un cuarto de siglo, cuando yo era fellow en el Wilson Center de Washington, solía coincidir en el comedor con Fernando Henrique Cardoso, quien entonces era un respetado sociólogo e investigador del área de ciencia política. Cardoso creía que el mal más arraigado en Brasil era la corrupción y que mientras no se la erradicara iba a ser difícil que la poderosa economía de su país despegara e irradiara bienestar sobre la gente. Tiempo después, cuando era presidente, le pregunté, por intermedio de uno de sus ministros, qué se había adelantado en ese sentido. Muy poco, reconoció Cardoso, porque las raíces de la corrupción eran muy profundas, pero advirtió que aun ese poco era significativo para la vida de los brasileños. El terreno estaba casi limpio en el área de salud, a los corruptos les quedaban cada vez menos cómplices y los políticos se sentían más expuestos a la condena pública, menos impunes que antes.

Como parte de sus interminables cambios de piel, el justicialismo contiene hoy dentro de sí al oficialismo y a la oposición: por un lado está el kirchnerismo, por otro la Unión-Pro que inspira Eduardo Duhalde y, en algún rincón opositor, el hasta ahora indeciso Carlos Reutemann, eventual candidato en los comicios presidenciales de 2011. Todos son peronistas o se esmeran por demostrar que lo son. A nadie sorprende esa ambición de hegemonía: el peronismo nunca fue democrático, se basó siempre en el autoritarismo que emanaba de la figura carismática de su fundador. Un detalle elocuente es la habitual coincidencia entre la figura del presidente de la Nación y la del presidente del Partido Justicialista; hoy, entre uno y otro media solamente el acta de matrimonio.

Por último, el desprestigio de la política y la deformación de su práctica deben mucho al discurso neoliberal que se impuso desde el Consenso de Washington: la noción de que un país, como una empresa, debe ser gestionado con eficiencia. La idea de la política como una rama de la administración prendió fuerte en la cultura de los argentinos. Además de los cantantes, los deportistas y los actores, tienen éxito los candidatos cuya credencial más visible es la conducción de una empresa que dé ganancias. Como si ellas, las empresas, pudieran prosperar sin la infraestructura que les proporciona el Estado. Un país necesita rubros que en una empresa darían pérdidas: salud, educación, seguridad. El bienestar general no se lee como resultado de un balance de ingresos y egresos ni un proyecto de país equivale a un plan de negocios.

¿Qué se entiende por política? Mis aspiraciones son sin duda ingenuas. Pretendo que la política sea lo que los políticos prometen, la búsqueda de ese futuro mejor que despunta en las luces de sus discursos y no las sombras inmediatas que las sustituyen. Me interesarían las precisiones: nadie ha dicho una palabra sobre cómo es un país que se quiere tener. La Argentina tiene una riqueza potencialmente infinita y una imaginación sin límites en la literatura, en las artes, en el pensamiento, en la ciencia; en casi todo, salvo en la política. ¿Cuál será la cara de la Nación del Bicentenario? ¿Una cara desnutrida, con una educación deficiente, con hospitales abarrotados y mal provistos, con maestros en huelga? De esos temas, creo, se trata la política, aunque para los políticos sean sólo discursos que se olvidan apenas alcanzan el poder.

El mejoramiento de la Justicia, la recuperación de recursos estratégicos regalados, un modelo de desarrollo con producción industrial y agraria, la discusión sobre una reforma tributaria que obligue a pagar más a los que más tienen, la protección del medio ambiente, la generación de energías limpias, el apuntalamiento de la educación que antaño fue nuestro orgullo, la asignación de presupuesto para la salud y la investigación, el alineamiento continental cuando el mundo globalizado entra en crisis: ésos son asuntos de la política. Lo son también aquellos que todos los días nos golpean: la pobreza, la corrupción, la inequidad. Y los que se avecinan, como el narcotráfico. La democracia necesita que se la renueve y proteja todos los días.

Fuente: Tomás Eloy Martínez en diario La Nación, Buenos Aires, 23 de mayo de 2009.

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