El bien común

Por Jorge S. Muraro

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El principio de finalidad -de por sí evidente- muestra que todo el que obra, actúa en orden a un fin. No escapa el hombre a este ordenamiento natural -moralmente categórico- y, colocado en un puesto de supremacía, por su propia naturaleza se convierte en un ser superior entre las creaturas del universo y con su libertad puede escoger su destino, teniendo -como los demás seres creados- un fin que se le impone, al que no puede renunciar sin permanecer inferior a sí mismo, porque el fin del hombre se dirige a su perfección y éste es el principio que sirve de valoración ética de las acciones humanas. Desde que “fin” y “bien” son conceptos moralmente reversibles, aquello a que un ser aspira es su fin y -al mismo tiempo- es su propio bien. Los seres sin libertad de opción -los seres irracionales- tienden hacia su bien por la fuerza irresistible del instinto (especie de inteligencia práctica o estimativa impresa en la naturaleza congénita de las cosas), que los conduce a un destino inevitable -sin que ellos lo sepan ni se lo propongan- sabiamente marcado conforme a su natural razón de ser, según los fines del universo creado. El hombre -esencialmente libre- aspira también a su perfección por un impulso moral, pero su libertad no consiste en que pueda alcanzar su perfeccionamiento, o apartarse de él, por su única voluntad o libre albedrío. En un grado superior al bien simplemente material de los otros seres creados, el hombre apetece un bien ético -es decir- proporcionado a una conducta moral en virtud de su personalidad (racional y espiritual), que es el bien de la acción humana guiada por la recta razón, como creatura inteligente que es, libre por estar dotado de discernimiento y voluntad, y consciente por su misma espiritualidad. En la búsqueda de su bien, la persona tiende naturalmente a convivir en sociedad, para conseguir en ella lo que no puede lograr por sí solo. El bienestar o la felicidad -que instintivamente intenta hallar en el medio social- es el resultado de una acción conjugada, recíproca y solidaria entre sus semejantes. Esa es la causa final de la sociabilidad humana en su manifestación comunitaria, porque el individuo solo, aislado, abandonado a su propia suerte, es impotente e incapaz de realizar lo que el esfuerzo de todos -en conjunto- puede obtener en beneficio de cada uno en común. De allí que las sociedades humanas -en la multiplicidad de sus fines- coordinan, unifican e integran los bienes particulares o propios de individuos y sociedades menores (comunidades y grupos que las componen), pero aún en esta pluralidad, cada una de ellas tiene un bien común que realizar entre sí, y cada una se distingue de las otras en función del bien propio, o particular, que persigue. Siendo el hombre la principal creatura del universo conocido, su perfección no ha de estar ceñida a las cosas que circunscriben su existencia, porque son inferiores a él y no engrandecen en nada su espíritu; y es la primacía de lo espiritual -la suprema asimilación con su Creador- la causa de su engrandecimiento y la felicidad última y perfecta de la persona humana. Así pues, por debajo de ese bien ilimitado -como una predisposición para alcanzarlo- existe un bien natural, conveniente y necesario a las sociedades políticas, que aspira realizar el objetivo común más alto o preeminente -esencial, superior y perfecto- la que puede conducir la acción combinada de las fuerzas naturales. Y ese bien consiste en posibilitar -por sí mismo- a todos los individuos el desarrollo normal de sus virtudes o potencialidades (talentos, capacidades, destrezas, habilidades) para un progreso perfeccionamiento personal en el medio social en que han de actuar conforme a sus propias condiciones. Si se admite que el bien del hombre debe darse a imagen de su mima naturaleza, el bien común -por ende- la participar de lo humano y de lo social, resulta ser un bien derivado de valores complejos, integrando bienes o valores del espíritu (virtudes intelectuales y morales) y bienes del cuerpo o valores materiales (fortaleza, salud, destreza). Como también aquéllos otros necesarios al espíritu o al cuerpo, con los cuales se libera de indigencias (materiales, culturales o espirituales) que entorpecen y traban su gradual acercamiento hacia el fin o destino que le es propio o le concierne. Como fin natural y fundamental de la “sociedad política” (el Estado en todas sus manifestaciones y actividades), el bien común debe contener tres elementos esenciales: finalidad, que ha de mejorar las condiciones de vida de la población -dignamente humanizadas- para que cada cual pueda normalmente desarrollar su propia existencia individual y social en plenitud. Instrumento, que son los bienes (materiales, culturales, espirituales) suficientes e indispensables para un progreso digno y superior en proporción a la propia naturaleza y al destino trascendente de la personalidad humana. Condición social, que lectivo y facilita su afianzamiento, sin cuyo concurso es imposible concebir siquiera la normal convivencia en sociedad, puesto que la paz social requiere, exige y reclama -al menos- orden en el libre ejercicio de los derechos y seguridad en la debida función de la Justicia (“La paz es obra de la justicia” – Opus justitiae Pax -Pio XII). En resumen, el bien común -para la necesaria convivencia social- es el conjunto de recursos espirituales, morales y materiales indispensables a la existencia del ser humano para que éste pueda subsistir y -a la vez- desarrollar -con suficiencia y eficacia- las diferentes capacidades de su personalidad, en el medio social en el que ha de actuar, aspirando al pleno y legítimo progreso en su destino existencial. Al contrario de lo que parece suponer la concepción “materialista” o “economista” en exceso de los dirigentes de muchas sociedades actuales, está claro que el bien común -en estricta doctrina social- no tiene contenidos exclusivamente económicos. La riqueza, la fuerza, el poder carecen de valoración en sí mismos o por sí solos, aunque -siendo utilidades, prestaciones, medios o instrumentos- pueden servir a fines más elevados los que -por su excelencia- son capaces de atraer al ser humano hacia su fin o destino último. Solamente en esa medida y con esa finalidad superior tienen una valoración ética de considerable importancia, y -por ende – fuera de allí, son desvíos de la conducta -por encima de la recta conciencia moral- en orden al bien natural, temporal y espiritual de la persona humana.

Jorge S. Muraro

El autor vive en la ciudad de Santa Fe y envió este artículo especialmente a la página www.sabado100.com.ar.

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