El beato popular: Juan Pablo II

El pueblo cristiano tiene un nuevo beato y eso sí sabemos con certeza que alegra los corazones de los fieles de la Iglesia en los que resuena aún aquella frase –ariete y casi una letanía provocadora–: “¡No tengan miedo de abrir de par en par las puertas a Cristo!”.

Por Virginia Bonard (Buenos Aires)

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por Bonard, Virginia.- Apuntes de la beatificación de Juan Pablo II durante la ceremonia en Roma, el 1° de mayo.Ni sus cartas apostólicas ni sus encíclicas; ni sus mensajes u homilías fueron el eje de la evocación de Juan Pablo II en la beatificación. Tampoco sus más de cien viajes por el mundo o su enorme empeño por reunir en la misma mesa de la paz a los grandes líderes. La argamasa de su puesta en valor como beato –tanto en el pueblo de Dios como desde la jerarquía– fueron sus virtudes: humildad, servicio, oración, fe en Cristo, confianza en María. Juan Pablo II marcó durante más de 25 años la vida del catolicismo desde su magisterio. Al mismo tiempo, realizó un esfuerzo notable por rescatar al hombre en su dimensión completa, darle esa libertad que el marxismo le había quitado –y que él había padecido en su Polonia natal–, condición que en palabras de Benedicto XVI reafirmaban que Juan Pablo II había reivindicado legítimamente la esperanza en el cristianismo, “dándole una fisonomía auténtica”. El pueblo que se congregó en la Plaza San Pedro el 1° de mayo de este año fue expresión una vez más en la historia del sensus fidelium, ese “sentido de los fieles” de intuir y manifestar públicamente que acierta en sus creencias. Pueblo consagrado simplemente a su fe sin filtros. Amor comunitariamente expresado en la plaza. ¿Sencillo? Sí. ¿Verdadero? También. Los cientos de miles de peregrinos –muy especialmente los polacos– no dudaron en llegar hasta Roma para aclamar con banderas e imágenes religiosas que Juan Pablo II les pertenece desde siempre. “Gracias por venir a acompañarnos en nuestra alegría”, me dijo una señora polaca, emocionada, mientras caminábamos por la Vía de la Conciliación el día de la populosa fiesta. Muchos de estos peregrinos durmieron en autos, casas rodantes, en las plazas, en los puentes, en las callecitas aledañas al Vaticano, como auténtica ofrenda de fe. La seguridad desplegada por vía terrestre y aérea fue notable y muy eficiente, según la prensa italiana, acostumbrada a relatar sucesos multitudinarios y a vivirlos como anfitriones. “Y he aquí que el día esperado ha llegado; ha llegado pronto, porque así lo ha querido el Señor: Juan Pablo II es beato”, dijo Benedicto XVI en su homilía, y la gente estalló en aplausos y vivas. Las palabras del Papa alemán en su predicación serán recordadas seguramente con amor y acogida cordial. Al mismo tiempo, los intelectuales podrán afirmar sin equivocarse que hubo preeminencia de testimonios personales en la evocación de Benedicto XVI hacia su predecesor. Sin embargo, sus afirmaciones tales como “ayudó a no tener miedo de la verdad porque la verdad es garantía de la libertad” o “Karol Wojtyla subió al solio de Pedro llevando consigo la profunda reflexión sobre la confrontación entre el marxismo y el cristianismo, centrada en el hombre” o “el hombre es el camino de la Iglesia y Cristo es el camino del hombre” van en el sentido de conectarse con la profundización necesaria y trascendente del mensaje del nuevo beato. Muchos coinciden en señalar que se percibió un Benedicto XVI muy cercano y quiso que esa cercanía con Juan Pablo II se evidenciara. Una cercanía de amistad y, a partir de su beatificación, también de veneración. Y no sólo la sintonía intelectual que compartían. “Él era un auténtico defensor de la dignidad de cada hombre, no un mero combatiente por una ideología político-social”, proclamó el cardenal Tarcisio Bertone en la misa de acción de gracias el 2 de mayo. Y podría citarse también al intelectual uruguayo Alberto Methol Ferré quien, en diálogo con el periodista italiano Alver Metalli a los cinco años de la muerte de Karol Wojtyla, dijo: “Cuando el Papa visitó México, yo estaba participando en la Conferencia de Puebla como experto. A la noche, cuando terminaba la jornada de trabajo, tenía la costumbre de volver al hotel siempre en el mismo taxi. Y durante el viaje conversaba con el taxista. Era la primera vez que Juan Pablo II visitaba América latina y que un Papa iba a México. El taxista era un indio bastante viejo, y una noche me dijo: ‘¿Ha visto que cada día que pasa el Papa habla mejor el español?’. Yo no le di mucha importancia a su exclamación, mitad pregunta y mitad afirmación, y le contesté algo como ‘Debe ser…’, dando a entender ‘Si tú lo dices, puede que sea cierto’. Y él, levantando la voz, me dijo: ‘Sí, es así. ¿Y sabe por qué? Porque nos quiere’. ¿Por qué relato este episodio? Para mostrar que los intelectuales, incluso en Puebla, estaban concentrados en analizar lo que decía el Papa, sin darle importancia al contexto y al modo en que hablaba. En cambio el pueblo, que comprende el concepto a través del gesto, había sido sensible a los cambios en la pronunciación, había percibido la mejoría, cosa a la que ningún intelectual había prestado atención. El pueblo es mucho más sutil que los intelectuales. Las miles de madres que observaban al Papa acariciar a un niño sabían con exactitud si lo hacía con amor o en forma distraída, percibían sin error la verdad de un testimonio”. Sin pretener aprobación total o parcial, hay una verdad a rescatar en la anécdota de Methol: Juan Pablo II fue queridísimo por la gente y ese rasgo, en tiempos de su beatificación, no sólo no debe pasarse por alto sino que es más que necesario de destacar por la importancia socio-afectiva que tenía incluso para él el contacto con las masas populares. “Confieso que la propuesta, al principio, suscitó en mí alguna resistencia comprensible. Pero después me sentí como obligado a aceptar la invitación, viendo en ello un aspecto del servicio propio del ministerio petrino”, escribió Wojtyla en la introducción de su libro Don y misterio, refiriéndose a su aceptación para escribir ese texto. ¿Podrían haber sido ésas sus palabras cuando se supo nombrado Papa? No lo sabremos nunca, pero imagino que muchas de las decisiones que debió tomar durante su pontificado podrían haberse iniciado con esa frase que trasunta humanidad, dócil obediencia y una ráfaga de la chispa divina. El pueblo cristiano tiene un nuevo beato y eso sí sabemos con certeza que alegra los corazones de los fieles de la Iglesia en los que resuena aún aquella frase –ariete y casi una letanía provocadora–: “¡No tengan miedo de abrir de par en par las puertas a Cristo!”.

Fuente: revista Criterio, Buenos Aires, Nº 2371, junio 2011.

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