Ecumenismo: la mística y la acción

Fundador de un monasterio al que todos los años acuden miles de jóvenes en peregrinación espiritual, el hermano Roger de Taizé fue asesinado la semana última mientras oraba ante una multitud.

Por Carlos Guyot

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No hay modo de explicar la profunda contradicción entre la vida y la muerte del hermano Roger de Taizé. Inspirador de un monasterio al que visitan más de 100.000 jóvenes por año en peregrinación espiritual, este humilde monje suizo falleció el martes último, a los 90 años, víctima del ataque de una mujer con trastornos mentales que le asestó dos feroces cuchilladas durante el momento de oración que compartía con 2500 jóvenes. El contraste entre su búsqueda de reconciliación entre los hombres y su muerte violenta causó estupor entre quienes lo conocieron y provocó una larga lista de declaraciones de los principales líderes religiosos y políticos europeos, entre ellos el Papa Benedicto XVI (que había recibido una carta de Roger el mismo día en que lo mataron, con sus mejores deseos para el encuentro de Colonia realizado esta semana), Rowan Williams, líder espiritual de la Iglesia de Inglaterra, Nelson Mandela, Vaclav Havel, entre muchos otros. Considerado al mismo tiempo un místico y un hombre de acción, Roger Louis Schutz-Marsauche fundó en 1940 la comunidad de Taizé, formada hoy por unos 100 monjes de 25 países y diversos orígenes cristianos: los hay luteranos, anglicanos, católicos y ortodoxos, entre otros. Había nacido el 12 de mayo de 1915 en un pequeño pueblo suizo, hijo menor de 9 hermanos. Tal vez la diversidad religiosa de la familia -su padre, suizo, fue un rígido pastor calvinista, y su madre una francesa perteneciente a una familia protestante más abierta- haya sido el germen de uno de sus mayores desafíos: la reconciliación de las iglesias cristianas. “Es increíble cómo los cristianos hablamos de un Dios del amor y, al mismo tiempo, gastamos tantas energías en justificar nuestras divisiones”, escribió en uno de sus primeros libros. Años más tarde se refirió a la reconciliación de los cristianos no ya como una meta en sí misma: “antes bien está llamada a ser un fermento de reconciliación dentro de la familia humana”.

El comienzo de una obra

Poco después de la adolescencia, una vez recuperado de una tuberculosis que lo dejó al borde de la muerte, Roger Louis Schutz-Marsauche decidió estudiar teología en Lausanne. Allí se convirtió en el líder de un numeroso grupo protestante; había encontrado una fuente de inspiración en la forma de vida y oración de las tempranas tradiciones monásticas. Así, en 1940, a los 25 años, inició en bicicleta el camino hacia la Francia embarcada en la Segunda Guerra Mundial. Respondía, dijo después, al llamado de lo que él mismo definiría como “una intuición poética”. El 20 de agosto llegó a Taizé, un pequeño poblado en el corazón de la por entonces devastada borgoña francesa, donde decidió echar raíces y esperar a que su intuición hablara. Fue así que la necesidad de los otros tocó a su puerta: a partir de entonces nada sería igual para él. Durante dos años se dedicó a esconder a refugiados judíos, mientras aprendía a asegurarse la subsistencia cultivando su propio huerto y ordeñando una vaca y dos cabras. Tres veces por día se retiraba a rezar al bosque para no incomodar a sus huéspedes. Pero en 1942 alguien lo denunció y, alertado a tiempo, logró eludir a la Gestapo. Volvió entonces a Suiza, pero la experiencia lo había marcado para siempre: “Desde entonces he creído que en cada país del mundo debe de haber una proporción más o menos similar de personas capaces de lo peor cuando las circunstancias son propicias”. En otoño de 1944 pudo volver a Taizé, esta vez acompañado por dos amigos. Con la ayuda de una de sus hermanas, Genoveva, organizó en el pueblo un hogar para huérfanos de la guerra, y, en 1945, luego de la liberación, descubrió que los nuevos necesitados eran los alemanes prisioneros de guerra. A ellos asistió también a pesar de la resistencia de algunos vecinos de Taizé. En esos años cuatro jóvenes se sumaron a su aventura y, en 1949, los primeros siete hermanos fundaron una comunidad monástica. Así comenzaron los años de trabajo silencioso en que la vida en común, la obra y la oración iban perfilando las características singulares de la comunidad: la alegría, la sencillez de vida y la hospitalidad como una de las formas de la compasión. La búsqueda de la reconciliación que guiaría toda la obra del hermano Roger tomó entonces una dimensión personal y otra comunitaria, ambas en relación con la cristiandad dividida. La veta íntima de su reflexión se puede leer en estas palabras: “He encontrado mi propia identidad de cristiano intentando reconciliar en mí mismo la fe de mis orígenes evangélicos con la fe católica”. La dimensión comunitaria revela su intención religiosa más amplia: “Cristo es ante todo comunión, no vino a la tierra para fundar una religión más, sino para ofrecer a todos una comunidad de amor en El”. En septiembre de 1960 el hermano Roger invitó a Taizé a 11 obispos católicos y 50 pastores protestantes a participar en un encuentro de tres días. Fue la primera reunión de su tipo desde el gran cisma del siglo XVI. A los dos años, el papa Juan XXIII convocó a Roma al hermano Roger quien, junto con el hermano Max, fue unos de los pocos observadores no católicos del Concilio Vaticano II. Soplaban vientos de apertura en la iglesia católica, y en sus diversos encuentros el Papa y el hermano Roger iban descubriendo alentadoras coincidencias. Años después, sin embargo, el mismo Roger admitiría que, luego del Concilio, los caminos elegidos por las diversas iglesias cristianas simplemente aseguraban una “coexistencia pacífica”, aún lejos de aquel sueño de verdadera reconciliación. Así y todo, fue durante el Concilio Vaticano II cuando el monje de Taizé conoció al arzobispo de Cracovia, Karol Wojtyla, y la inmediata sintonía espiritual los transformó rápidamente en amigos. Wojtyla lo invitó en varias ocasiones a la peregrinación anual de los mineros de Silesia, en Polonia, para que el hermano Roger dirigiera una oración. Por su parte, el entonces futuro Papa realizó dos visitas a Taizé como arzobispo. Pero en 1986 volvió a ir, ya convertido en Juan Pablo II: “Se pasa por Taizé -les dijo a los miles de jóvenes allí reunidos- como se pasa por un manantial que apaga la sed. Hago mías las palabras de Juan XXIII, ¡Taizé es una pequeña primavera!”

Con los pobres

La obra del hermano Roger, sin embargo, no se agota en su esfuerzo por la unidad de las iglesias cristianas. Hacia 1975, otra intuición -“Algunos de nosotros debemos pasar anualmente una temporada con los pobres, en lugares significativos”- dio comienzo a una nueva etapa. El destino elegido fue Chile, que se encontraba bajo la dictadura de Pinochet. Al regresar, el hermano Roger logró que Pablo VI intercediera para evitar el fusilamiento del secretario general del Partido Comunista chileno, Luis Corvalán. En los años siguientes las ciudades elegidas fueron Calcuta, Bangladesh, Nairobi, Pekín, Madrás. A partir de esa experiencia, los hermanos decidieron que algunos de ellos se instalarían en esos lugares en forma permanente, para alentar la creación de pequeñas comunidades. “No estamos en estos lugares para una misión en particular, sino simplemente para compartir la vida con los pobres”, explicó Roger. Pero mientras la obra crecía en distintos lugares del mundo, también en Taizé cada vez eran más los jóvenes que se acercaban para compartir la vida con los monjes. Así, en 1978, el hermano Roger puso en marcha los encuentros anuales de jóvenes en ciudades europeas como París, Roma, Londres, Barcelona, Colonia, Praga, Budapest, Berlín. Quien llega a Taizé para convivir durante una semana con otras 3000 personas rápidamente descubre que el corazón del lugar late en la Iglesia de la Reconciliación, tal el nombre del templo donde, cada noche, el hermano Roger se sentaba en medio de los peregrinos para rezar y compartir algunos pensamientos. Frágil y fuerte a la vez, su presencia irradiaba paz. El pelo blanco, su figura levemente encorvada y su débil voz contrastaban con un mensaje lleno de energía y firmeza. Murió como había vivido: rezando en medio de la comunidad. Y dejó en quienes lo conocieron un legado indeleble: su auténtica libertad interior, su luminosa coherencia, el tamaño de su compasión, su fe.

Fuente: suplemente Enfoques, diario La Nación, Buenos Aires, 21 de agosto de 2005.

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