Disfrazar la Navidad

Por monseñor Juan del Río, obispo de Jerez

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MADRID, sábado, 16 diciembre 2006 (ZENIT.org).- Publicamos el artículo que ha escrito monseñor Juan del Río, obispo de Jerez y presidente de la Comisión para los Medios de Comunicación de la Conferencia Episcopal Española al acercarse la Navidad.


La Navidad goza de un fuerte arraigo popular en España. Las festivas zambombas, la rica tradición belenistas y la alegre cabalgata de Reyes hacen durante semanas que el acontecimiento de Belén inunde de luz la oscuridad de muchos corazones, que los valores de paz y caridad sean los más deseados estos días, y que la estrella de los Magos de Oriente nos conduzca a donde está el Salvador del mundo: el Emmanuel, el anunciado y esperado de las naciones, el Dios humando. Este es misterio nuclear de la Navidad. Sus celebraciones han forjado toda una cultura navideña que tiene sus expresiones en la gastronomía, la música de los villancicos, la pintura y escultura de los nacimientos. Todo esto nos habla de cómo la encarnación de la fe cristiana crea cultura y engendra valores que ennoblecen a los pueblos y a sus gentes.

Pues bien, sucede ahora que para ser “políticamente correctos”, para no “herir sensibilidades” de otros credos o de la nueva “religión laica”, todo esto hay que reconvertirlo, disfrazarlo, maquillarlo para que parezca y no sea. Lo curioso es que este enmascaramiento ha sido auspiciado por algunos agnósticos y ateos que desde una posición laicista suelen hablar mucho de la tolerancia hacia sus posturas y las de otras religiones, pero no utilizan la misma medida para la sensibilidad cristiana y católica de estos días. Aunque tampoco les interesa que desaparezcan las fiestas navideñas, ya que con ellas vienen las vacaciones de invierno, aumenta el consumo y se benefician los pequeños y grandes almacenes. Pero sobre todo, se comparte esa carga de sentimentalismo llamado “espíritu de navidad” que sirve para autojustificarse con la solidaridad y para guardar las apariencias familiares en las consabidas cenas y comidas de estos días.

Sí, sí, todo eso sin que haya referencias a que hace XX siglos Dios quiso compartir nuestra naturaleza humana para que la humanidad participará en su vida divina. Esto tiene también su reflejo en esas postales de felicitación de instituciones públicas donde hay una ocultación a cualquier referencia cristiana. En muchas ocasiones son preferibles signos que evocan las religiones y mitologías naturalistas nórdicas como el árbol, el muérdago, la nieve, elfos o duendes, antes que aludir al hecho histórico de Belén. Lo mismo está sucediendo con los alumbrados navideños donde se da luz a unas fiestas vaciadas de su contenido originario. Y de igual modo ocurre con la entrañable tradición del obispo católico San Nicolás de Bari, de una reconocida caridad con los niños y humildes, convertida y transformada en nuestros días en la magia de un personaje de ropas rojas y barbas blancas, que nada tiene que ver con el cristianismo.

En esta secularización en la que se ve inmersa las fiestas de la Natividad del Señor, no está exenta la misma comunidad cristiana, que en gran medida ha perdido la sensibilidad de la sorpresa del misterio del Dios que sale al encuentro del hombre. Así ocurre que en algunas parroquias y templos se ha suprimido la Misa de media noche –conocida como Misa de Gallo– en pos de una misa vespertina con carácter festivo que resulta más cómoda para los tiempos en que vivimos. Sin embargo, lo auténtico y hermoso, es que en medio de la noche la buena noticia del nacimiento de Jesús llegó a unos pastores que cuidaban sus rebaños (cf. Lc 2, 8-12).

Es por ello, que volver a las fuentes de la verdadera Navidad, supone que no reneguemos de las raíces culturales que le han dado el ser a Europa, que los poderes públicos y otras instancias sociales tengan el respeto debido con el hecho cristiano, que aquellos católicos que actúan en la vida pública no favorezcan con sus actuaciones las tesis laicistas al disimulo del sentido indiscutible de la Navidad. Y que los mismos cristianos retornemos más intensamente a la espiritualidad primordial y natural del tiempo litúrgico adviento-navidad.

Nuestros pueblos y ciudades, gracias Dios, pueden aún fijar su mirada en esos bellos belenes que ocupan nuestras casas, Iglesias y plazas, en esos villancicos, que alegran el alma, y que aún no se nos han prohibido.

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