Por Adán Costa.- Dina es una mujer de jóvenes veinte años que vive cerca de la ciudad de Las Lomitas, en una comunidad de originarios pilagás en el centro de la provincia de Formosa, qué, por estos días de octubre, a juzgar por el calor, arde cómo cruje el centro mismo de la Tierra. Dina posee esa mirada de mujer que conmueve, de la cual es francamente imposible poder rehuirse. Por belleza natural y por la avidez de los sueños marcados a fuego en sus ojos. Ella posee un sueño impostergable. Ir a estudiar a Formosa capital la carrera de enfermería. Le gusta acompañar a los enfermos, y de hecho concurre a menudo al Centro Integrador Comunitario que está muy cerca de su comunidad, donde se ha hecho amiga del agente sanitario y de la médica que vienen cada quince días a atender a sus pacientes y realizar atención primaria de la salud. Charla con ellos, se interesa profundamente de sus prácticas, mira bien de cerca y con los ojos bien abiertos los dolores del cuerpo y del alma de los hermanos de su comunidad. Se ha hecho amiga de los galenos, como se hizo mi amiga a los pocos minutos de conocerla, en ese arte que se cultiva con las conversaciones, compartiendo ricos tererés helados o sencillamente con el comercio de las miradas. Hace dos años que ha concluido con excelentes notas sus estudios secundarios, los mismos años en los que ha estado intentando insertarse, sin éxito, en el mundo universitario de la capital de la provincia. No por falta de recursos intelectuales, vocación, y sobre todo, deseo, los que se notan sin disimulo a simple escucha, sino por falta de los otros recursos, los materiales, indispensables para costearse pan y techo en un una ciudad distante a más de trescientos kilómetros de donde vive. El problema de Dina, no es problema de pocos jóvenes en la Argentina de hoy que viven lejos de los centros urbanos más densamente poblados. A esa altura de las cosas, ya me resultaba imposible dejar ese sueño en el aire perfumado de ese lugar donde amablemente conversábamos, sin provocar una señal de aliento, si es que pretendía hacer digno el rico tiempo que estábamos compartiendo. Le advertí que nadie mejor que ella podría atender de un modo permanente la salud de su propia comunidad. Su problema individual no es sólo de su individualidad, sino que es esencialmente un problema comunitario, como colectiva la propuesta de solución. La comunidad podría costear esos estudios, a cambio de que a la finalización de los cursados, ella misma los vuelque allí mismo. Sembré esa idea peregrina. Se quedó mirándome en silencio, seguramente la está pensando ahora, y por el ímpetu demostrado, la militará, como se militan las convicciones. Dina tiene varios hermanos más con los cuales convive en esa casa de techo de chapa, paredes de adobe, pisos terrosos y festiva musicalidad. Héctor de veintidós y Marcelino de dieciséis, son los más próximos en edad, y evidentemente con quienes más comulga intereses, generación, sueños y correrías. Cuando hablábamos de la lengua originaria, la pilagá, noté algo bastante inusual a lo observado en mis visitas por otros pueblos originarios de varias provincias. Muchos pueblos originarios mantienen como rasgo identitario, a veces motivo de orgullo, pero otras tantas de ocultamiento y vergüenza, su lengua originaria. En las provincias norteñas, los pueblos originarios wichi y qom, del tronco étnico cultural de los guaycurúes, son los pueblos más numerosos. Según el Censo Nacional de Vivienda y Población de 2.010, casi un millón de personas se reconocen como procedentes de alguno de los pueblos originarios en toda la Argentina. Ciento setenta y siete mil son qom, tobas o wichís. Y viven en comunidades o en la periferia de las grandes ciudades. Pero la lengua, se transmite casi exclusivamente en forma oral de generación en generación, y allí parte del riesgo en que esa lengua con el transcurso del tiempo pueda perderse. El pueblo originario pilagá, es infinitamente menos rico en términos poblacionales, no reunirá más que cinco mil almas hoy, la mayoría radicados en la provincia de Formosa. Quizá por su reducido número, sabe algo que otros pueblos intuyen pero no practican. Escriben su lengua. Los jóvenes hermanos Dina, Héctor y Marcelino, cuando charlábamos sobre su lengua, afirmaban que no sólo la hablaban, sino que, a su vez, la escribían. En ese momento les dije en palabras claras, pesadas, audibles lentamente, que ellos al escribir su lengua eran personas dignísimas, que poseían una sabiduría ancestral, que los hacía profundamente más sabios, al menos de que quien les estaba hablando, pese al crédito de sus diplomas occidentales. En ese hecho espontáneo, el de registrar su lengua, la están inmortalizando, dejándola viva para siempre, así como a su cultura. Ojalá nuestros jóvenes, como lo hacen estos valerosos hermanos pilagás, vayan sucesivamente ganando en consciencia de la hondura de dónde procede nuestra palabra y nuestra cultura. Mientras me alejaba, tomando esa distancia que sólo se cuenta con los piés, me sentía próxima y emocionalmente ligado a ellos, pero sobre todo, espesamente enriquecido con todo lo que había aprendido en ese largo rato compartido.

(Relatos al calor de la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida de Pueblos y Comunidades Originarias de la Argentina 2014 (INAI-SIEMPRO). Octubre de 2014 – Comunidad pilagá “Campo del Cielo” – Las Lomitas – Provincia de Formosa – Argentina)

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1 thought on “Dina

  1. Para la cosmovisión charrúa las palabras son sagradas , y por lo tanto solo debe hablarse lo necesario. Algunos descendientes ,con quienes he tenido la oportunidad de hablar, ni siquiera consideran la difusión de su lengua fuera de la comunidad. Buen punto de debate , recordando la riqueza de estas comunidades y su principal y urgente objetivo: lograr el reconocimiento del territorio.

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