Desprecio por la calidad institucional

Los poderes del Estado son tres: el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial. La responsabilidad de gobernar está claramente repartida. El enorme deterioro de la política y la ínfima autoestima de muchos legisladores, gobernadores e intendentes explican la facilidad con la que el Gobierno subyuga voluntades gracias a la transitoria holgura fiscal.

Por Sergio Berensztein

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El gobierno del presidente Kirchner ha puesto otra vez de manifiesto su ya característica indolencia por las instituciones de la República. Con el impulso a la peculiar reglamentación de los decretos de necesidad y urgencia (DNU) y a la modificación del artículo 37 de la ley de administración financiera queda categóricamente expuesta la pretensión de limitar las facultades del Congreso –es decir, acotar a la todavía endeble oposición en caso de que el año próximo ésta incremente su cohesión y su presencia– y de manejar, con aún menor transparencia, el gasto público cuando todo el arco político se prepara para la contienda electoral.

Esto no sólo constituye una nueva muestra de desprecio por la calidad institucional, sino que en este caso habrá de alimentarse la desconfianza en y entre la clase política. Dada la ausencia de un plan estratégico y ordenado de desarrollo en el que se establezcan con claridad y racionalidad las prioridades de esta administración, los anuncios que cotidianamente se realizan en la Casa de Gobierno podrán interpretarse, aunque no fuera el caso, como la mera contraprestación de la extensión del poder territorial y el vaciamiento de la oposición que en la práctica produce la voluntad hegemónica del Presidente.

En efecto, si resultaran finalmente sancionadas, aquellas normas incrementarían peligrosamente las facultades del Poder Ejecutivo para legislar y para modificar de forma unilateral las prioridades de gasto público que el Congreso define en la ley de presupuesto. Esto implica acrecentar las enormes cuotas de poder político, institucional, material y simbólico que la Constitución Nacional ya le otorga al Presidente, vulnerando de este modo el sano equilibrio entre los tres poderes del Estado, que constituye la esencia del sistema republicano.

Ello podría alentar una polarización de la confrontación política en una dinámica amigo-enemigo que ya tuvo consecuencias desastrosas en la historia argentina, generando graves rivalidades sectoriales y personales, inestabilidad institucional y hasta períodos de violencia. La acumulación exagerada e innecesaria de facultades y recursos en manos del Presidente dejaría a las fuerzas de oposición con mínimas chances de competir por el poder con posibilidades ciertas de ganar. Esto estimularía comportamientos no cooperativos y hasta desleales, con picos de confrontación aguda y permanentes problemas de gobernabilidad.

La democracia requiere exactamente lo contrario: reglas claras, diálogo franco, debate de intereses y propuestas superadoras, acuerdos de corto y largo plazo, transparencia creciente, control permanente y profundo por parte de los ciudadanos para reforzar la percepción de que la res pública (la cosa pública) debe entenderse como sinónimo de discrecionalidad cero.

Si los actores políticos se acostumbran a jugar en un entorno de esas características, a lo largo del tiempo se vuelven más democráticos, pues comprenden las enormes ventajas que el Estado de Derecho también depara para regular la lucha por el poder. Pero lo contrario también aplica: el autoritarismo y la intolerancia son contagiosos y aceleran los círculos viciosos de confrontación permanente, luchas fratricidas y vacíos de poder.

Gobernar la emergencia

Son absolutamente falaces los argumentos de que es necesario reforzar las atribuciones del Poder Ejecutivo pues el país todavía experimenta una situación de grave emergencia económica y social. No hay duda de que quedan incontables desafíos por resolver para retomar la senda del desarrollo equitativo y sustentable. Sin embargo, las medidas de emergencia sancionadas sistemáticamente en las últimas décadas, sobre todo desde 1997 hasta esta parte, no han hecho sino profundizar nuestros desencuentros y nuestra decadencia.

Más aún, los países que han experimentado notables procesos de desarrollo humano en el mismo período no tuvieron que recurrir a medidas de excepción, aun partiendo de situaciones comparables, sino que justamente apostaron por él fortaleciendo la democracia y el imperio de la ley: la respuesta a los problemas argentinos reside en promover más y mejor democracia, políticas públicas y economía de mercado. Eso no se hace por decreto de necesidad y urgencia ni a espaldas de la sociedad, sino con la participación activa y plural de todos los sectores políticos y sociales del país.

Se supone que los seres humanos tenemos capacidad de aprender de nuestros errores y corregir comportamientos. Por eso, de nada sirve argüir que hay sobrados antecedentes nacionales y provinciales para justificar los hiperpoderes que se pretenden hoy. Las equivocaciones del pasado deberían disuadir las del presente, no justificarlas con liviandad. Vale la pena resaltar que la función primordial del Congreso es controlar al Poder Ejecutivo, fundamentalmente el gasto público durante y luego de su ejecución, y no simplemente limitarse a legislar. La democracia se afianzó en Occidente a partir del momento en que los parlamentos comenzaron a ponerles frenos efectivos a las decisiones arbitrarias, a los abusos y a los antojos de los gobernantes de turno, a pesar de que estuvieran legitimados por mayorías circunstanciales.

El Poder Judicial tampoco puede desentenderse de este asunto, pues se trata de normas que ponen en riesgo la salud institucional de la Nación. En este sentido, la Corte Suprema de los Estados Unidos acaba de dar una extraordinaria lección de lo que significa limitar el poder discrecional del presidente en situaciones de indudable emergencia, como lo es la guerra contra el terrorismo. Que nadie equivoque el mensaje institucional que esto encierra: nada justifica la violación de los derechos fundamentales.

Los poderes del Estado son tres: el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial. La responsabilidad de gobernar está claramente repartida. El enorme deterioro de la política y la ínfima autoestima de muchos legisladores, gobernadores e intendentes explican la facilidad con la que el Gobierno subyuga voluntades gracias a la transitoria holgura fiscal. Pero eso no explica el silencio complaciente que impera en los tribunales.

¿La persona o la institución?

Cometeríamos un grave error si pensáramos que esta alarmante realidad es simplemente el resultado de la personalidad de Néstor Kirchner, de su pertenencia al Movimiento Nacional Justicialista o de la difícil circunstancia en que le tocó gobernar el país. No hay duda de que las personas hacen la diferencia y que hay rasgos idiosincrásicos que definen algunas personalidades e influyen en el curso de los acontecimientos. Pero Kirchner no es el primero en construir un proyecto hegemónico basado justamente en el hiperpresidencialismo. Y si equivocamos el diagnóstico y no reflexionamos seriamente respecto del tipo de democracia que queremos construir, lamentablemente tampoco será el último.

Julio Roca, Hipólito Yrigoyen, Juan Perón y Carlos Menem desarrollaron estrategias bastante similares a las que hoy despliega Néstor Kirchner. Otros seguramente quisieron emularlos, pero las desventuras de la economía y los conflictos sociales se lo impidieron.

Limitar y controlar el presidencialismo era la misión consensuada que la sociedad política argentina parecía haberse dado cuando reformó la Constitución en 1994. Sin embargo, los mecanismos diseñados a tales efectos resultaron finalmente tergiversados, invertidos o anulados, de manera que hoy el Presidente acumula aún más poderes que antes.

Nuestra cultura cívica seguirá mutilada si no construimos un sistema democrático más abierto, transparente, participativo y equilibrado. Hasta ahora, el presidencialismo impidió que eso pasara, paralizando el desarrollo político, ahogando a los partidos y cooptando movimientos sociales. Llegó la hora de debatir con responsabilidad, altura y madurez otras alternativas.

Sergio Berensztein

El autor es director de Poliarquía Consultores y profesor de la Universidad Torcuato Di Tella

Fuente: diario La Nación, Buenos Aires, 7 de julio de 2006.

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