Cuento: Evangelina

Al observar de improviso que desde la casa, entre gritos y risas, comenzaba a salir la gente. Detenidos junto a la puerta, se dedicaron a despedir a cada uno de los participantes de la fiesta.

Por Angel Balzarino

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        Se detuvo. Jadeante. Tal vez no tanto por el presuroso recorrido  de varias cuadras, sino por el hecho de encontrarse allí, frente a la casa de él. Estremecida por una aguja que perforaba cada poro de su piel, haciendo surgir de inmediato el recuerdo de otro tiempo en que se había debatido entre el horror y la desesperanza, el miedo y la soledad. Como si no hubieran pasado diez años. Como si aún me encontrara allá. Incrédula todavía de haber concluido por fin la espera que no le permitió un segundo de tregua. Voraz. Arrebatadora. Transformada en el objetivo fundamental de su vida,  que sólo iba a concluir cuando concretara la anhelada venganza. Sí. Ahora. Al deslizar la mirada por el amplio salón, donde las mesas presentaban una abundante gama de comidas y bebidas, despertando una golosa satisfacción en los hombres y mujeres sentados alrededor, ávidos y sonrientes y sumidos en una charla fresca y bulliciosa, lo embargó un sentimiento de paz  y felicidad. Especialmente cuando detuvo los ojos en ella. Evangelina. La leve sonrisa parecía otorgarle mayor belleza y atractivo al rostro. Lo más querido. Lo único verdaderamente importante. Por algunos minutos quiso paladear con fruición el privilegio de observarla, de tenerla cerca, de saber que era el pilar donde encontraba siempre la cuota de amor, ternura, comprensión, para sentirse fortalecido y desechar cualquier duda o dificultad. Por eso la fiesta que había preparado para celebrar sus resplandecientes quince años tenía el carácter de un cálido, profundo agradecimiento. Al apoyarse contra una pared en un intento por recuperar la  calma, observó la propiedad: alta e imponente, con puertas y ventanas profusamente iluminadas, bordeada por una verja que le daba un aspecto inexpugnable. Por fin reparó en las figuras que estaban al frente, en actitud alerta y vigilante. Como siempre. Necesita tener cerca un ejército de guardias para sentirse fuerte y seguro. Bruscamente un escalofrío  la estremeció al ser asaltada de nuevo por el recuerdo de una noche lejana, en la que el desconcierto, la impotencia y sobre todo el miedo surgieron incontrolables cuando figuras casi espectrales penetraron en el cuarto donde Mario y ella dormían abrazados. Golpes, gritos  desaforados, armas exhibidas con orgullosa ostentación de fuerza, no les dieron  margen  para  moverse o  proferir  cualquier  palabra de  protesta mientras eran aferrados con rudeza e introducidos  en un coche y por fin arrojados a una celda húmeda y oscura. Después, la separación de Mario, la soledad y el horror creciendo día tras día al comprobar lo que le ocurría a sus compañeros de encierro y, sobre todo, sufrir en carne propia las presiones, los interrogatorios, las extensas sesiones de tortura. Entonces una sola persona llegó a tener la potestad de hacer y decidir sobre su vida con entera libertad: el coronel Bermúdez. La música irrumpió con cierta violencia,  casi como una manera de poner término a la inmovilidad y darle un carácter más vivaz y divertido a la fiesta. Ella se levantó rápidamente y se unió a los primeros que comenzaron a bailar. Al observarla reír y moverse con soltura, sin ninguna sujeción, comprendió una vez más que a lo largo de los años sólo había querido que viviera así, despreocupada y feliz, ajena a cualquier peligro. Como una rosa que  debía mantener siempre fresca. Destinada a otorgarle los mejores momentos de recreo. Intensos. Regocijantes. Una vía de reposo o evasión para el trabajo que durante años le había tocado desempeñar. Duro, muchas veces ingrato, plagado de riesgos. Pero siempre lo había  gratificado merecer el respeto y estima de los compañeros del ejército, lograr cargos cada  vez más destacados, recibir el elogioso  reconocimiento de sus superiores. Esta es una misión muy delicada y riesgosa. Usted es la persona adecuada para llevarla a cabo, Bermúdez. Quizá una de las cosas  más añoradas era cumplir esas tareas en las que prevalecían la violencia, el pánico, la acechante presencia de la muerte, donde ponía de manifiesto su capacidad y actitud de mando. Firme. Sin vacilación. Tal vez ha llegado la hora de gozar de un merecido descanso. Y aunque no podía sustraerse de una dosis de cierta amargura y desolación por haber dejado la actividad que durante años desarrolló intensamente, con la certeza de ser la única que le otorgaba sentido a su vida, se vio aliviado por el hecho de tener cerca a Evangelina y poder disfrutar su compañía en forma exclusiva. Vamos. Llegó tu turno. Sacado de improviso del asiento y, mientras crecían las voces de aliento, fue conducido hacia el centro de la sala donde estaba ella esperándolo, sonriente, con los brazos abiertos en clara invitación para bailar. Sobrevivir. La única meta, el excluyente propósito que le concedió el vigor, la calma, el coraje para soportar primero la brusca soledad, lejos de Mario y de las cosas más queridas, después el hacinamiento junto a otros seres tan desesperados como ella y, por último, las  interminables sesiones de atropello y vejámenes. Sí. Vivir únicamente para cobrarme todo eso. Llegó a resultarle casi increíble su capacidad para soportar el dolor, para no  dar ningún nombre, ni domicilio, ni actividad de sus amigos, para mantenerse impasible ante las presiones y amenazas. Te gusta hacerte la valiente. Pero andá sabiendo que todavía nadie ha quebrado la voluntad del coronel Bermúdez. El tono de la voz, entre persuasivo y ferozmente autoritario, la figura corpulenta, las órdenes impartidas con el rigor de un latigazo, fueron caracterizando al hombre sobre el cual concentró todo su rencor y anhelo destructivo. No sólo durante el tiempo que había pasado  en  celdas   siniestras -sin llegar nunca a definir la cantidad de días, semanas o meses-, sino más aún después, cuando el estado de libertad le pareció tan frágil y casi el producto de un milagro que le costaba admitir, sin proporcionarle ningún síntoma de paz o siquiera consuelo, pues de inmediato se vio lacerada por la realidad de encontrarse sola, destrozada por la pérdida definitiva de Mario, sin saber qué rumbo seguir. Como si me hubieran cortado en cien pedazos y ya nunca volvería a estar completa. Sólo permaneció incólume el ansia vindicativa. Recóndita. Cada vez más voraz. A la espera del momento de manifestarse. Abiertamente. Por fin. Ahora. Al observar de improviso que desde la casa, entre gritos  y risas, comenzaba a salir la gente. Detenidos junto a la puerta, se dedicaron a despedir a cada uno de los participantes de la fiesta. Sonrientes, intercambiando besos y abrazos, con la promesa de nuevos encuentros. Sí. Una de las fiestas más hermosas. Mientras mantenía fuertemente abrazada a Evangelina, en un intento por expresarle cuánto la quería y representaba para él, acompañaron hasta la vereda a los últimos invitados. Fue entonces cuando sonó el llamado. Coronel Bermúdez. Estalló el grito en su boca reseca, sosteniendo la pistola en la mano derecha, parada en el medio de la calle, a escasos metros de ellos. Donde más pueda dolerle. Donde ya no tenga consuelo mientras viva. Obsedida por un solo pensamiento aceleró la acción. Temerosa de perder esa oportunidad. Y arrebatada, apretó el gatillo. Una y otra vez. Incontenible. Guardias. Pronto. El tono tuvo el carácter perentorio con que siempre había impartido las órdenes. Pero muy pronto comprendió que era inútil. Bruscamente todo perdió sentido y ya no le importó  la sorpresiva presencia de la mujer en la calle, ni el rápido movimiento de los guardias, ni el fragor de los disparos, sino que, paralizado por el chillido desgarrador de Evangelina, se limitó a observarla, hipnotizado, mientras una mancha oscura le teñía el vestido y se desplomaba sobre la vereda.    
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