Cuando el pasado se convierte en presente

La primera conclusión es que la nación política no tiene Estado. No lo tiene en sus fuerzas de seguridad, pero tampoco lo tiene en sus elementales servicios de inteligencia. López Rega es una figura tétrica que cumplió con ganas y vocación el rol criminal que le asignó la historia. Pero ¿podía un ministro sin atributos personales armar un ejército paraestatal al margen de los dos presidentes que tuvo, Perón y su esposa?

Por Joaquín Morales Solá

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Los argentinos parecen condenados a despedir los años que se van entre lágrimas y conmociones. Esta vez no fue el espectacular estallido de la economía y de la política ni el cruento incendio de una discoteca; fue la desaparición, felizmente corta, del segundo argentino en el breve plazo de tres meses. Ambos secuestros, el todavía sin resolver de Jorge Julio López y el concluido de Luis Gerez, constituyen los agravios más importantes que se hayan hecho a las instituciones democráticas desde los levantamientos carapintadas en la década del 80.

En la tarde del viernes último, Néstor Kirchner creyó que se avecinaba una escalada de secuestros, y que afectaría a dirigentes cada vez más conocidos. La reaparición de Gerez le devolvió cierta serenidad. Con todo, su gobierno no debería demorar más tiempo la puesta en marcha de la ley de protección de testigos, que duerme desde hace casi tres años, ni podría seguir confiando sólo en la bondad de Dios. La gestión concreta está encallada.

Nada los unía a López y a Gerez, salvo el común oficio de albañiles y el hecho reciente de haber sido testigos contra dos ex policías bonaerenses acusados de secuestros y torturas durante la dictadura. Uno de ellos, Miguel Etchecolatz, ya fue condenado por esos delitos; el otro, Luis Patti, tuvo sólo un juicio político en la Cámara de Diputados, y lo perdió. Ahora, Patti estuvo a pocas horas de ser detenido.

Gerez fue secuestrado y brutalmente torturado: ¿cómo interpretar todos esos signos si no como un mensaje siniestro y preciso? El objetivo es, desde ya, amedrentar a los testigos de futuros juicios contra policías y militares por las violaciones de los derechos humanos en los años 70. Es imposible imaginar centenares de juicios orales y públicos por venir sin testigos dispuestos a contar lo que vivieron.

Las decisiones del Estado se pueden objetar a través de los mecanismos institucionales que prevén las leyes. Pero es inadmisible que grupos violentos con objetivos políticos desafíen al Estado y que, para peor, vuelvan a disponer de la vida y la libertad de las personas. La oposición no fue mezquina; rodearon al Gobierno desde López Murphy y Macri hasta Lavagna y el ARI. Reconoció claramente los límites entre la sustancia y la anécdota.

La primera conclusión es que la nación política no tiene Estado. No lo tiene en sus fuerzas de seguridad, pero tampoco lo tiene en sus elementales servicios de inteligencia. A Gerez se lo llevaron cuando quisieron y lo devolvieron cuando quisieron. ¿Dónde se invierten los muchos millones de pesos que se les asignan a los servicios de espionaje? ¿Qué hacían cuando aquellos grupos delincuenciales se armaban y urdían los secuestros? Nada.

La política comete a veces un exceso de reverencias. Fue un exceso, sin duda, atribuirle al desesperado discurso de Kirchner el don mágico de la aparición de Gerez. El Presidente cumplió con su deber cuando ratificó que no aceptaría la pública extorsión. Punto. Pudo influir también la presión política y policial, pero todo se pareció más al envío de mensajes casi mafiosos que a un acatamiento de la voluntad presidencial.

Durante los 23 años de democracia, la Argentina se empecinó en convertir su pasado en presente. Ha sido el país de América latina que más revisó y condenó las violaciones de los derechos humanos durante una dictadura militar. No fue suficiente. Y si, como parece, fracasaron las tres leyes del perdón (obediencia debida, punto final e indultos), fue también una derrota de la política. El debate que las precedió no fue amplio ni generoso dentro de la política, ni se implicó en él al conjunto de la sociedad.

Uruguay, por ejemplo, puso un punto final a los zafarranchos de su historia sólo después de una consulta popular. Sin embargo, tampoco en Uruguay se cerró el pasado. Aparece, así, un nuevo escenario internacional, donde las revisiones de las tragedias vividas son cosas frecuentes en casi todas las naciones del mundo que han vivido bajo regímenes militares o dictatoriales. Esa marea baña también a una Argentina que fue diferente.

¿Qué hacer, entonces? Ricardo Lagos acuñó un concepto que alejó la política de las revisiones. El pasado es el deber de la justicia; el futuro es el deber del gobierno , dijo en su momento. Entendió que la política es la materia que convierte el pasado en presente. El historiador Eric Hobsbawm, que se formó en militancias de izquierda, llegó al mismo concepto de Lagos por otro camino. Es peligroso dejar la memoria en manos de los políticos porque la podrían usar como armas arrojadizas , subrayó el historiador inglés. Para Hobsbawm, sólo una justicia imparcial y la investigación independiente pueden acercarse a la verdad.

Un paso importante en ese sentido lo acaba de dar el juez Norberto Oyarbide cuando catalogó los crímenes de la Triple A como de lesa humanidad . El mérito de Kirchner es no haber hecho nada para frenar una investigación que necesariamente recaerá en el peronismo. Cuando el actual presidente inició la revisión del pasado, fue Eduardo Duhalde el primero que dio un brinco: Esto terminará en Perón , vaticinó con acierto.

López Rega es una figura tétrica que cumplió con ganas y vocación el rol criminal que le asignó la historia. Pero ¿podía un ministro sin atributos personales armar un ejército paraestatal al margen de los dos presidentes que tuvo, Perón y su esposa? Lo que era una conjetura se constituyó en una revelación cuando la implicación de Perón en la Triple A apareció en el libro El presidente que no fue , del actual diputado peronista Miguel Bonasso. Bonasso constató que Perón farfullaba sobre fuerzas paraestatales cuando se disponía a regresar al país y al poder.

De hecho, la primera víctima de la Triple A fue el entonces senador radical Hipólito Solari Irigoyen; una bomba explotó en su auto, pero él salvó su vida milagrosamente. Era noviembre de 1973. Perón vivía aún. Murió siete meses después y lo sucedió su torpe esposa. Si la tipificación de Oyarbide fuera definitivamente homologada, no quedarán dudas de que fue el Estado el que cometió los crímenes de la Triple A. La jefa del Estado de aquellos tiempos, aún con vida, es la señora de Perón. Su futuro son los jueces.

Esa, y no otra, fue la razón por la cual Raúl Alfonsín resolvió en su momento que la revisión del pasado debía comenzar el 24 de marzo de 1976. No ignoraba la existencia de la Triple A ni las complicidades políticas con esa organización terrorista. Simplemente debió ceder ante la necesidad de cohabitar en el poder con el peronismo, que controlaba el Senado y muchas provincias. Una parte importante del pasado trágico quedó entonces sepultada por la necesidad política.

Lo que sucedió en la fúnebre década del 70 nunca se saldará del todo sin horadar también en la historia de las organizaciones guerrilleras. Sus crímenes no son comparables con los del Estado, porque éste tiene una responsabilidad que aquéllas nunca tuvieron. Pero la insurgencia cometió muchísimos crímenes, que sirvieron además para desestabilizar a un gobierno que, aunque inepto y desmañado, tenía un origen democrático.

¿Sabe Kirchner que la investigación de la Triple A podría terminar en Perón? Lo sabe. Ojalá que no sea así. Es lo único que dijo. Isabel Perón le importa menos, casi nada. Así, es un hombre que sólo espera y que no está dispuesto a hacer nada para cambiar el predecible destino.

Por Joaquín Morales Solá

Fuente: diario La Nación, Buenos Aires, 31 de diciembre de 2006.

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