Cristina quiere una monarquía electiva

Un desastre electoral en octubre es un lujo que Cristina no se puede dar. Sería un pésimo mensaje para los jueces y para los políticos que a veces la ayudan.

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Por Joaquín Morales Solá.- No puede, dice un alto funcionario del Gobierno. Se lo consulta sobre la posibilidad de que Alberto Fernández retome (¿o tome?) el liderazgo de la administración sin la constante interferencia vicepresidencial. ¿Por qué no puede? ¿Acaso Cristina Kirchner es incapaz de entender que, tal como está llevando las cosas, podría terminar por hundir a toda la dirigencia gobernante, incluida ella? “Es el escorpión”, responde, austero, aquel funcionario. Varias veces repetirá la figura del escorpión. Refería al cuento del escorpión y la rana. La rana lo ayuda al escorpión a cruzar un río con la promesa de este de que no la picaría. Al final, la picó en medio del río. Ante el asombro de la rana porque morirían ahogados los dos, el escorpión le explica: “No he podido evitarlo. No puedo dejar de ser quien soy”. En esa fábula se esconde otra colisión de poderes, menos expuesta que la que existe entre el Poder Judicial y el Poder Ejecutivo. Es la persistente fricción entre el Presidente y la vicepresidenta, cabeza del Poder Legislativo.

Una colisión oculta en este último caso por la insistencia argumental de Alberto Fernández, que repite que no pasa nada entre ellos. Cristina Kirchner lo desmiente siempre con el silencio, con los trascendidos que surgen del Instituto Patria o con sus propios discursos y cartas públicas.

¿Quién echó a Marcela Losardo? ¿Quién le está cambiando los planes, los proyectos y hasta el presupuesto a Martín Guzmán? El cristinismo; es decir, Cristina. La vicepresidenta es lo suficientemente hábil como para no ser ella la que usa el arma homicida. Son sus sicarios políticos los que ejecutan a los albertistas. La cesantía de Losardo no pudo ser jamás una decisión del Presidente. Losardo y Vilma Ibarra son las dos únicas personas en las que Alberto Fernández confía ciegamente. No solo no decidió él la salida de la ministra de Justicia; el adiós a Losardo debió ser una de las medidas que más aborreció como presidente. El conflicto es más grave de lo que parece porque Cristina Kirchner se está metiendo en dos sectores de la administración, la Justicia y la economía, que el Presidente creía que controlaría siempre él. “Cristina jamás se metió con la economía”, se ufanaba Alberto Fernández a mediados del año pasado. Esa ilusión cayó hecha trizas el 18 de diciembre último, cuando desde La Plata Cristina Kirchner fijó las ideas esenciales para la economía del gobierno que creó. Pontificó así: deben alinearse salarios, jubilaciones, los precios y las tarifas. Las negociaciones de Guzmán con el Fondo Monetario comenzaron a espaciarse. La caída de la confianza en sus promesas es inversamente proporcional al veloz ascenso del riesgo país. Sin acuerdo con el Fondo, ningún acreedor cree que la Argentina pueda pagar a tiempo sus compromisos.

La Justicia es su tormento. Cristina Kirchner ve con preocupación que han pasado 15 meses desde el acceso al poder de Alberto Fernández y que este no hizo nada para resolver sus problemas judiciales. Pero ¿qué puede hacer? Solo dos cosas: o firmar un indulto que beneficie a la expresidenta y sus hijos, decisión para la que está habilitado, o poner en comisión a todos los jueces federales, como una antesala de sus destituciones. Esta última alternativa es constitucionalmente inviable. Solo los gobiernos de facto (o los regímenes militares, como quieran llamarlos) pueden poner en comisión a los jueces, porque ya la existencia misma de esos gobiernos es un atropello a la Constitución. Un gobierno constitucional solo tiene una manera de destituir a los jueces: hacerles un juicio político en el Consejo de la Magistratura, acumular eventuales pruebas contra ellos y reunir el voto de los dos tercios de los miembros del Consejo, necesarios para echarlos. El Gobierno no tiene esa mayoría especial en el Consejo.

El otro camino posible, y al que recurren, son las bravuconadas de micrófonos. O cambiarles a los jueces sus ingresos y sus lugares de trabajo. Estas últimas provocaciones ya las cometieron con las intimaciones de la Anses y con los traslados de los jueces Leopoldo Bruglia y Pablo Bertuzzi. Las fanfarronerías públicas fueron inmediatamente relativizadas por Losardo. Hay cosas que no se pueden hacer, les aclaró a propios y ajenos. El patoterismo se redujo desde entonces a meras declaraciones radiales de los cristinistas cerriles. Cristina Kirchner apuró la salida de Losardo de la administración. Alberto Fernández corcoveó, pero al final aceptó. “Cuando entregó a Losardo, se entregó él mismo”, dice un funcionario que conoce muy bien al Presidente. La síntesis es perfecta, aunque ignora el seguro fastidio presidencial contra la mentora del complot que tumbó a Losardo. La tensión con su vicepresidenta existe, a pesar del esfuerzo intelectual del Presidente para imaginar una armonía entre ellos.

Es cierto que el Presidente le cede poder hasta cuando no necesita hacerlo. ¿Para qué viajó el ministro de Economía a El Calafate, en medio del verano, y se reunió allí con Cristina, entonces de vacaciones? ¿Fue una idea de Alberto Fernández o de Guzmán? En cualquier caso, ¿podía el jefe del Estado ignorar que su ministro iría en consulta a la madriguera de la lideresa del kirchnerismo? Seguramente, no. Guzmán trató de convencerla de que convenía que los aumentos de tarifas superaran el 9 por ciento establecido por Cristina. Ella rechazó de plano la propuesta. Solo el precio de las naftas puede aumentar para no afectar a sus acólitos que controlan YPF. Si no hay más aumentos de tarifas, habrá más subsidios y, por lo tanto, el ministro no podrá bajar el déficit fiscal. Ya Cristina le había modificado la fórmula para aumentar los salarios de los jubilados, lo que también contribuye a un rojo más intenso de las cuentas públicas. El plan electoral de Cristina se completa con una política de atraso cambiario. Ella, que esquiva la derrota, está convencida de que con esas políticas triunfó su exministro de Economía Axel Kicillof en la provincia de Buenos Aires. No es una deducción; ella lo dice abiertamente. Pero debería preguntarle a Macri cómo era el Estado que recibió en 2015. No quedaba nada.

La intromisión de Cristina Kirchner en la economía le da argumentos a una vieja versión. Según ella, el ministro de Desarrollo Productivo, Matías Kulfas, le entregó la Secretaría de Energía al titular de Economía, Guzmán, cuando entrevió que la vicepresidenta dispondría sobre precios y tarifas como si fuera la jefa del gobierno. Quería vivir tranquilo.

Sea como fuere, lo cierto es que con ese plan, más electoral que económico, es imposible un acuerdo con el Fondo Monetario. Guzmán pronosticó que a fines del año pasado habría una conclusión feliz de las negociaciones. Luego extendió el plazo hasta marzo de este año; más tarde lo llevó a mayo próximo. Ahora, ya tanto el ministro como el Fondo se resignan a que no habrá acuerdo antes de las elecciones. Pero en mayo la Argentina podría caer por segunda vez en default con el Club de París, un cenáculo que reúne a los Estados acreedores de la Argentina. Mientras exista esa posibilidad, y mientras no haya acuerdo con el Fondo, es posible que el riesgo país de la Argentina solo sea comparable al de la indescriptible Venezuela.

La situación le está costando caudales de popularidad al Presidente y, sobre todo, la pérdida de confianza de dirigentes políticos, empresariales y sindicales. El Gobierno no puede prescindir de la vicepresidenta, pero su desmesurada participación en la administración del país debilita a Alberto Fernández. ¿Qué la empuja a ella a opinar y decidir sobre cuestiones que son del Ejecutivo?

Veamos. Un desastre electoral en octubre es un lujo político que Cristina no se puede dar. Sería un pésimo mensaje para los jueces y para los políticos que a veces, solo a veces, la ayudan a conseguir la mayoría en la Cámara de Diputados (Juan Schiaretti y Roberto Lavagna, por ejemplo). Pero sería también un mal precedente para su plan político fundamental, que consiste en convertir a su hijo Máximo en presidente del país en 2023. Los camporistas más empinados están gestionando el adelantamiento de las elecciones internas del Partido Justicialista bonaerense, contra mandatos de leyes y reglamentos. No importa. Máximo debe ser presidente del peronismo del distrito más grande del país. Imagina que esa es una antesala presidencial.

El proyecto de Cristina es un proyecto de poder, político y familiar. Son pocos los países en el mundo gobernados por una monarquía electiva, pero existen. En todos esos casos, la democracia es solo una vaga noción o una nostalgia.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/

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