Con muchos escopetazos y pocos reconocimientos al periodismo

Reiteradas críticas del matrimonio presidencial a los medios. La concepción amigo-enemigo impide imaginar que hay quienes sólo piensan distinto

Por Joaquín Morales Solá

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La senadora Cristina Kirchner acaba de reiterar, en los Estados Unidos, sus peyorativas ideas sobre la prensa. Pocos días más tarde, el propio Presidente, su esposo, repitió algún concepto central de la legisladora sobre los medios periodísticos. Ninguno de los dos ha sido objetivo ni amable y esas carencias hablan también de un discurso injusto. Quizá por las frágiles condiciones nacionales en las que Néstor Kirchner accedió al poder, lo cierto es que ningún gobierno, desde 1983, fue mejor tratado que el actual por la mayoría del periodismo. De nada valen las comparaciones con el período anterior, durante el régimen militar, porque entonces todos fuimos víctimas: la censura estaba escrita en la ley. Los conceptos que ha desplegado el matrimonio presidencial han sido fundamentalmente dos: la prensa no es independiente de sus anunciantes y existe corrupción en el periodismo argentino. Una falacia acompaña la primera afirmación y una verdad parcial asiste a la segunda, aunque las dos merecen una reflexión. En rigor, y tal como lo preconizó originariamente el periodismo norteamericano, no hay prensa más independiente de todo y todos que la que logra una diversificada autofinanciación. Esto es: cuando más importante es la solidez económica de un medio, más amplio es el margen de su independencia. Para poner un ejemplo: ¿qué sería del periodismo argentino si su subsistencia dependiera exclusivamente de la pauta publicitaria del gobierno que preside Kirchner? ¿Qué sería de él si debiera vivir como vivió en Santa Cruz cuando mandaba el gobernador Kirchner? Las preguntas son oportunas porque lo que la senadora Kirchner cuestiona -y su esposo también- es a la prensa que no depende de la voluntad presidencial para financiar su tarea. Pero el silogismo oficial pone en evidencia una concepción más subterránea -y ciertamente más grave-del poder actual: es la publicidad, para el Gobierno, lo que domestica a la prensa y la acomoda a los designios del anunciante. ¿Es eso, acaso, lo que el Gobierno ha conseguido con su política de premios y castigos en materia de pauta publicitaria oficial? Cuando se habla de publicidad oficial, nunca hay que olvidar que se trata de recursos públicos, conseguidos mediante una ya insoportable presión impositiva sobre los sectores más productivos del país. Forman parte de ese “peso argentino” que el Presidente se compromete a cuidar, uno por uno, sobre sus arrebatadas tribunas electorales.


La concepción reinante de amigo-enemigo, impide al oficialismo, desde ya, imaginar siquiera que detrás de ciertas ideas hay sólo personas que piensan distinto. Un interés monetario, una conspiración política o ideológica, una supuesta adhesión que surge de viejos e inciertos prontuarios de los servicios de inteligencia, están siempre escondidas en la más simple y normal de las existencias democráticas: la diversidad de los puntos de vista. Ningún político carece de una dosis de paranoia, pero el problema es que el Presidente y su esposa llevan la persecución supuesta a la tribuna o a la exposición pública y la convierten en certeza absoluta. El resultado termina construyendo un clima de crispación entre el Gobierno y la prensa, que es, a la vez, el más notable que se vivió en los últimos 22 años de democracia. La corrupción existe en el periodismo. El diario LA NACION -y este periodista- figuran entre los primeros en haberlo denunciado en su momento y, más aún, en reclamar un ámbito adecuado para formular una autocrítica, una introspección que nos evitara el generalizado cuestionamiento social. Pero la denuncia es poco creíble en un gobierno que no ha hecho ningún reconocimiento al importante papel que también cumplió la prensa, durante la última década política, para sacar a luz sonados casos de corrupción en la administración y para reinstalar, por lo tanto, cierta noción de la moral pública. La mayoría de los casos de corrupción de los últimos años se iniciaron en investigaciones periodísticas y luego fueron ruidosas causas judiciales. Una de ellas terminó con un ex presidente, Carlos Menem, en la cárcel; otra concluyó con la renuncia de un vicepresidente, Carlos “Chacho” Alvarez. Sin embargo, el gobierno de Kirchner ha trabado buenos lazos de amistad y de convivencia con sectores que se enriquecieron en esa década, sobre todo en la de Menem, y que ahora están al frente de importantes medios de comunicación. Sabe a extraño que las denuncias de corrupción de Kirchner y su esposa contra los medios se generalicen injustamente, mientras son poco propensos a filtrar a los nuevos amigos que esperan en el vestíbulo presidencial.


Hay palabras que se acercan peligrosamente a los hechos. En ese contexto, se conoció la existencia de un proyecto de ley para ampliar los secretos de Estado hasta convertir en reservado lo que todo gobierno aspira a esconder de la luz pública. El proyecto fue firmado por cuatro senadores que son incapaces de respirar sin la previa aprobación del Presidente y sobre todo, en este caso, de su esposa, también senadora y mandamás de la Cámara alta. Esa ley, de convertirse en tal, podría arrastrar a periodistas a la prisión. Los secretos de Estado que realmente se necesitan ya existen: son los que protegen la información de la SIDE, de la inteligencia militar, de la AFIP y de los bancos. ¿Para qué agregarle más secretos a la política, justo cuando se necesita mayor transparencia de ella después de la gran crisis de principios de siglo? El Presidente y la senadora tienen derecho a expresar sus opiniones. Lo que no tienen es argumentos para dispararle escopetazos a la prensa en general, y ésa es una carencia grave cuando se trata de la relación entre el Gobierno y el periodismo. Una trillada retórica de agresividad no es buena para el natural trabajo de los periodistas. Hace poco, en un encuentro casual, y hablando precisamente de la conflictiva relación de su gobierno con la prensa, el Presidente le dijo a este periodista: “Puedo tener opiniones distintas, pero nunca tomaré una decisión que afecte a la libertad de prensa”. Nunca tendrá una oportunidad mejor para demostrar la sinceridad de aquellas palabras: debería ordenarles a sus fieles seguidores en el Senado que retiren cuanto antes el pecaminoso proyecto sobre los secretos de Estado. Ya Menem había intentado algo parecido, sin suerte, en los primeros años de su poder, poder que -como todas las cosas de la política- algún día se agotó.

Joaquín Morales Solá

Fuente: diario La Nación, Buenos Aires, 21 de setiembre de 2005.

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