Argentina, el país de los bandazos

¿Cuál es la clave de aquellas naciones que logran reducir la pobreza y aumentar el bienestar de su población? En Cuentos chinos. El engaño de Washington, la mentira populista y la esperanza en América latina, Andrés Oppenheimer ensaya una respuesta tras una intensa investigación

Por Andrés Oppenheimer

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En público, el gobierno de Bush hablaba positivamente de la Argentina, decía que sus relaciones con el gobierno de Kirch­ner eran excelentes, y de paso recordaba a todo el mundo que Bush personalmente había intercedido ante el FMI para lograr que el organismo financiero tuviera mayor flexibilidad en sus negociaciones con la Argentina. (…) Pero, en privado, los principales funcionarios de los Estados Unidos levantaban las cejas cuando se les preguntaba sobre la Argentina, como frustrados de que un país con tanto potencial no se encontrara más insertado en la economía global y estuviera quedándose cada vez más atrás en el contexto mundial. Para Washington, la Argentina había dejado de ser aliado cercano, y tampoco era un mercado tan interesante en el nuevo contexto internacional, en el que sobraban los países de Asia, Europa del este y la propia Sudamérica, que se esforzaban por ser más amigables hacia las inversiones extranjeras. (…)

Un país adolescente

¿Qué pensaba Manuel Rocha (ex encargado de negocios de los Estados Unidos en la Argentina entre 1997 y 2000) ahora, que ya se había retirado del Departamento de Estado de los Estados Unidos? ¿Cómo veía el futuro de la Argentina? “Oscuro”, me contestó. “Porque no hay un consenso de la clase dirigente sobre un proyecto de nación. En la clase dirigente hay una tremenda división. En Chile, uno habla con un socialista, con una persona de centro y con una persona de la derecha, y encuentra que en términos de política económica hay mucha coincidencia. En la Argentina, en política económica, ni siquiera dentro del peronismo hay un consenso sobre un proyecto nacional.” Según Rocha, eso se debe “a la incapacidad de una clase dirigente inmadura, que no ha sabido estar a la altura del país que tiene, que en parte viene por el modelo que nace con el peronismo. Y a la incapacidad de la clase empresarial también. They don’t get it. No captan lo que está pasando (en el mundo)”. ¿Pero acaso no tiene la Argentina una clase intelectual, política y empresarial muy sofisticada?, le pregunté. ¿Acaso no es el país sudamericano con más teatros, óperas, museos, conferencias y libros publicados? “Es gente sofisticada, pero sólo en apariencia. Son sofisticados en apariencia. Usan ropa inglesa, etcétera, pero comparados a un tipo de Hong Kong, Singapur, e incluso a un jerarca del Partido Comunista chino, los tres son más sofisticados que un dirigente político o empresarial argentino. Eso se debe a que en la Argentina se ha creado una cultura que es muy individualista, muy sálvese quien pueda, y haga plata quien pueda, de la manera como se pueda.” Rocha citó el ejemplo del tan celebrado gol de Diego Maradona en el Mundial de 1986 en México, cuando en un partido contra Inglaterra metió la pelota en el arco con la mano sin que se percatara el árbitro, y luego, interrogado por los periodistas, dijo que “fue la mano de Dios”. Los argentinos celebran la ocurrencia hasta el día de hoy. De hecho, muchos años después del retiro de Maradona, cuando una encuesta del gobierno argentino preguntó en 2005 quién era la personalidad actual más representativa del país, Maradona salió en el primer lugar, con el 51 por ciento de las menciones, seguido por Kirchner, con el 31 por ciento. “Es un país maravilloso, con un talento tremendo, en el que no obstante ese talento se aplaude al que mete el gol con la mano, cuando esa persona no tendría la necesidad de meter el gol con la mano”, dijo Rocha. “Se aplaude la viveza criolla y no el trabajo disciplinado.” No era casual que el Congreso argentino hubiera celebrado la cancelación de la deuda con cánticos festivos, o que el gobierno de Kirchner luego culpara a todo el mundo –los acreedores, el Fondo Monetario Internacional y los bancos– por la suspensión de la deuda, afirmaba el ex diplomático estadounidense. (…)

La reputación

James Walsh, el ex embajador de los Estados Unidos entre 2000 y 2003, veía a la Argentina con ojos menos pesimistas que su antecesor, pero en el fondo su visión no era muy diferente. Walsh tenía lazos afectivos con el país, que venían de su juventud: a los 17 años había ido a estudiar en un programa de intercambio a la provincia argentina de Córdoba, y luego había regresado como funcionario de la embajada de los Estados Unidos en Buenos Aires a fines de la década del sesenta, antes de su designación como embajador varios años después. (…) Para Walsh, la Argentina adolescente, el país de la “viveza criolla” que describía Rocha, era un fenómeno más bien de la capital, que no se extendía al interior del país. Durante sus años en Córdoba, nunca había visto esa glorificación del “sálvese quien pueda” que había visto luego en Buenos Aires. “Cuando vas al interior del país, te encuentras con que el concepto de la honestidad, del valor de la palabra, existe. Decir que alguien es vivo en Córdoba no es ninguna alabanza. En Buenos Aires hay una actitud diferente: el mismo concepto es visto como algo simpático, positivo.” Pero Walsh coincidía en que el gobierno de Kirchner y –a juzgar por las encuestas– la mayoría de los argentinos estaban viviendo en la fantasía al celebrar su crecimiento económico de 2003, 2004 y 2005 como el comienzo de una larga era de prosperidad. Como casi todos los diplomáticos en Washington, y los empresarios en los Estados Unidos y Europa, Walsh veía el 8 por ciento de crecimiento económico de la Argentina en 2004 como el resultado de varios factores externos, que no durarían mucho, como el vigoroso crecimiento económico de los Estados Unidos, que estaba haciendo aumentar las exportaciones de manufacturas argentinas; el creciente apetito de China por los productos agropecuarios sudamericanos, el aumento de los precios de las materias primas agrícolas que exportaba el país y las bajas tasas de interés internacionales, que facilitaban el pago de intereses de las deudas comerciales. Y, claro, la Argentina no estaba pagando su deuda externa, lo que le dejaba más divisas disponibles para guardar en sus reservas. “Se han salvado por el momento, pero el hecho es que tarde o temprano los intereses van a subir, los precios de las materias primas van a bajar, y la burbuja va a explotar”, me dijo Walsh. “La idea de que los argentinos se pueden cruzar de brazos y decir que el Fondo Monetario Internacional se equivocó, y que el Consenso de Washington era una sarta de tonterías, es muy simplista. Lo cierto es que un país crea una reputación de mantener sus promesas, o no. Y si no tiene esa reputación, la gente no le va a prestar dinero ni invertir en él, habiendo tantos otros lugares donde invertir.” “¿Y qué le respondían los funcionarios de Duhalde y de Kirchner cuando les decía estas cosas?”, pregunté. “La mitad de ellos me decían que estaban de acuerdo, que tenían que hacer algo al respecto, y luego no pasaba nada.” (…)

“Está bien, pero va mal”

En un viaje posterior a la Argentina, me encontré con un alto funcionario del gobierno de Kirchner en un restaurante de Puerto Madero, la zona portuaria cuyos enormes silos y hangares habían sido convertidos en lujosos restaurantes pocos años antes. Cuando nos sentamos a tomar un café y comenzamos a debatir el tema obligado –el futuro del país–, le dije sinceramente lo que pensaba: sin duda, la Argentina estaba mejor que dos años antes. Pero, en el mundo globalizado, un país no se puede comparar consigo mismo, sino que se tiene que comparar con los demás, porque de otra manera tendrá cada vez menos inversión, menos competitividad, menos exportaciones y más pobreza. “La Argentina está bien, pero va mal”, le dije. Si la Argentina no aprovechaba los vientos favorables para lograr una mayor competitividad, promover la educación, la ciencia y la tecnología, y todo lo que le permitiera insertarse en la economía global para vender productos más sofisticados, su futuro sería muy incierto. El funcionario asintió con la cabeza y replicó: “Tenés razón, pero la crisis ha sido tan profunda que todavía es muy difícil hablar del mañana”. Para quienes vienen de afuera es fácil ver lo que necesita hacer la Argentina, y probablemente tienen razón, agregó. Pero para quienes viven allí, todavía no se había salido del shock del peor colapso económico de la historia del país. “Antes de que el barco pueda zarpar, tenemos que tapar los agujeros del casco”, concluyó. Era un buen razonamiento, que demostraba inteligencia y pragmatismo. Le dije que en parte tenía razón, y que era una forma de ver las cosas que yo debía tener en cuenta en mis futuros escritos sobre Kirchner. Pero también era cierto que si el barco no salía del puerto mientras la marea estaba alta, sería mucho más difícil moverlo cuando bajara.

Andrés Oppenheimer

Perfil

Periodista y analista político: columnista de The Miami Herald, analista político de la CNN, Andrés Oppenheimer nació en la Argentina y dejó el país en 1976. Luego de hacer una maestría en Periodismo en la Universidad de Columbia, ingresó en la agencia The Associated Press en 1978. En 1983 comenzó a trabajar en The Miami Herald, en Miami. Sus columnas sobre política internacional aparecen en más de 50 diarios de todo el mundo, entre ellos La Nacion. Ha sido coganador del premio Pulitzer y ganador del premio Rey de España. Ha publicado Ojos vendados: Estados Unidos y el negocio de la corrupción en América latina y Crónicas de héroes y bandidos, entre otros libros.

El mayor cuento

¿Qué países están logrando reducir la pobreza a pasos agigantados, y qué países nos están contando cuentos chinos? En los últimos tres años, viajé por todo el mundo para tratar de responder esta pregunta y plasmarla en un libro. Visité países tan disímiles como China, Polonia, la República Checa, Irlanda, España, Estados Unidos, Argentina, México, Brasil y Venezuela; en todos ellos me entrevisté con altos funcionarios de gobierno, empresarios, líderes de oposición, trabajadores y estudiantes. Lo que encontré en todos ellos es que no hay un modelo único de desarrollo, pero sí muchas constantes, que no tienen nada que ver con la vieja dicotomía entre la derecha y la izquierda. Hoy día, hay dos tipos de países: los que captan capitales y reducen la pobreza, y los que espantan capitales y la aumentan. Y en el primer grupo hay de todos los colores políticos, desde la China comunista hasta la Irlanda capitalista, pasando por el Chile del Partido Socialista. Quizás el mayor cuento chino de todos los que se escuchan en América latina es que la pobreza está aumentando en todo el mundo. Lo cierto es que la pobreza ha caído del 40 al 21 por ciento de la población mundial en los últimos20 años, desde que China, India y Europa del este empezaron a abrir sus economías y a apostarle a la globalización. Lamentablemente, la única excepción a la regla somos la mayoría de los países latinoamericanos. En este libro, traté de encontrar el porqué de este fenómeno, y concluí que el futuro de la región puede ser mucho más promisorio de lo que muchos creen.

Fuente: revista La Nación, 11 de diciembre de 2005.

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