Alberto de Mendoza: un porteño de dos mundos

¿Qué murió en diciembre último, junto al actor Alberto de Mendoza? ¿O qué reapareció, para tocarnos tanto, como una evocación del viejo Buenos Aires, incluso de la Argentina de otros tiempos?

Por Daniel Sendrós (Buenos Aires)

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Por Daniel Sendrós.- ¿Qué murió en diciembre último, junto al actor Alberto de Mendoza? ¿O qué reapareció, para tocarnos tanto, como una evocación del viejo Buenos Aires, incluso de la Argentina de otros tiempos?Alto, y además altivo, cultor de la amistad y la conversación llena de anécdotas y reflexiones, timbre viril, levemente granuloso por el vicio de los bares, buena estampa y clásica elegancia, De Mendoza fue en sus años mozos un compadrito porteño y también un señorito andaluz. El padre era andaluz, pero apenas alcanzó a conocerlo. Quizá tampoco alcanzó a conocer la Corrientes angosta. Nacido el 21 de enero de 1923 en Maure y Cabildo, barrio de Belgrano, a los 5 años él y su hermanita mayor quedaron huérfanos y su abuela se los llevó a Madrid. Nueve años más tarde, en plena Guerra Civil un bombardeo los dejó otra vez solos. El “Tucumán” los repatrió con otros argentinos y uruguayos y unos cuantos españoles. De esa primera etapa en España ya trajo el estirón adolescente y la fascinación de los escenarios. Venía dispuesto a ganarse la vida como artista. “Estudiaba, me comía la vida. Desde la parte más alta del Colón vi dirigir a Toscanini, a Furtwängler, al maestro Panizza. Fui bailarín de boite, integré el Ballet de Mecha Quintana, entré de comparsa en el Colón, a lo más que llegué fue a hacer el oso de Petrushka”, recordaba el año pasado en animosa charla con quien escribe, y seguía evocando: “Empecé teatro en La Cortina, un grupo independiente, nos dirigía Mané Bernardo. Hacíamos Ibsen, Coward, Reynaud. Luego entré de meritorio al Cervantes, para tener carnet de actor profesional. La primera vez que salí a ese escenario y vi la enorme sala llena de público me quedé paralizado. Tuve que rogar por otra oportunidad”. También empezó a aparecer en cine, interno de reformatorio en Y mañana serán hombres, hijo ansioso de fanfarronear con los ahorros paternos en El viejo hucha, porteñito que allá por 1865 se entusiasma con la guerra en Su mejor alumno, galancito arrebatado de uniforme o traje fino en algunas comedias. Hasta que entró en la compañía teatral de Tita Merello, como el hijo mayor y trabajador de Filomena Marturano, luego llevada al cine. “Entré gracias a ella, porque el director decía ‘éste qué va a hacer de plomero, si es un pituco’. Voy por la calle y el cómico César Ratti me dice: ‘Oiga, mozo, me han dicho que está actuando muy bien con la Tita, lo felicito, pero no se engrupa, ¿eh?’”. De su labor teatral destacaba Un tranvía llamado deseo con Mecha Ortiz, Panorama bajo el puente, su propia Filomena Marturano con Cipe Lincovsky, Fausto y Las últimas lunas, que “no vio ni mi perro, pero la poca gente que fue salía encantada”. Y de la vida teatral, sus visitas a La Casa del Teatro. “Es la institución que más amo de este país. No existe en Francia ni otro lado un lugar donde se trate tan bien a los viejos actores. Me admira que los actores jóvenes no la conozcan. Antes había costumbre de hacer una colecta anual para ella, y también de almorzar una vez por mes, las compañías con los pensionados. Nos sentábamos con ellos, y me fascinaba ver lo mal que cada uno hablaba del otro. Iris Marga, ya directora del lugar, me escribía: ‘Es un orgullo ver cómo quieres a tus compañeros pensionados’. Fui el otro día, y le dije a Lydia Lamaison: ‘No pongan todavía mi retrato’”. La charla era vivaz, saltaba de un nombre a otro, todos queridos, del tiempo de formación (“aprendíamos mirando desde lo alto del Odeón, artistas de todos los géneros a quienes jamás nos animaríamos a tutear”) al de consagración y de balance. Dos figuras lo caracterizaron: el porteño canchero que se lleva todo por delante, figura que detestaba pero encarnó admirablemente en Ellos nos hicieron así, Barrio gris, El jefe, Primero yo, etc., y el porteño noble y algo melancólico de sus preciosos papeles de madurez: El Rafa, Noches sin lunas ni soles, Cleopatra, la brasileña Bossa nova (el dueño de una sastrería carioca, porque según dicen los mejores sastres de Rio eran argentinos) y la española Tapas. Y amaba especialmente a sus antihéroes vencidos por el fracaso propio y la maldad ajena de El infierno tan temido y Memorias del subsuelo (“los hice inspirado en mis lecturas de Roberto Arlt”), y el abuelo manejador, refinado, quizá perverso de La mala verdad, excelente trabajo con el que coronó una trayectoria de exactamente 151 películas. De ellas, las mejores son argentinas. Instalado en España desde 1961, cuando lo convocaron para una temporada de seis meses, en Europa hizo más bien “películas alimenticias”. Lo gracioso es que, hiciera de galán sudamericano, cowboy de western-spaghetti, criminal francés, espadachín o monje ruso, siempre algún gesto, una mirada, un modo de pararse, delataban su esencia porteña. Mejor dicho: no la delataban, la imponían al mundo. Son cosas naturales. Si hasta Julio Bocca, según señalan orgullosos los milongueros, caminaba los escenarios como quien camina la pista de un club de Barracas, y ningún bailarín de otro país, aunque haga los mismos pasos, hace lo mismo. Eso le salía a De Mendoza por los poros, en cualquier parte. Fue, cabe decirse, un porteño universal de raíz andaluza, y agreguemos que algo vasca por parte de madre. Una figura personal en estos tiempos de globalización a la americana, y un actor digno de estudio y de respeto, subvalorado años atrás, y por suerte aplaudido y querido en tiempos recientes, cuando empezó a recibir de ambos países los merecidos premios a su trayectoria. Cerramos, con tres fragmentos de aquella charla: “No me dejo seducir por el éxito ni por el fracaso. Ambos son incómodos. Uno duele porque se ha puesto las ilusiones en algo que resultó incomprendido. El otro engaña, como engañan esos tipos que van navegando por la vida con cara de éxito. Conozco bastante a cada uno”. “Al pasar los años llego a La Fenice de Venecia, como miembro de la representación española a la Bienal de Teatro. Llevamos Divinas palabras, yo comenzaba el diálogo. Terminamos ovacionados. Yo pensaba, si me vieran los muchachos de la Real, llegar desde Talcahuano y Corrientes hasta La Venice. Al otro día tocan a mi puerta. Una señora. ‘Vos eras comparsa del Colón. Yo te hice dar el papel de oso’. ¡Era Margarita Wallmann, que estaba de directora coreógrafa de La Scala de Milán! Charlando horas, me felicitó por todo lo que había hecho”. “Borges, cuando le preguntaron dónde quería vivir, decía: ‘Inexplicablemente, en Buenos Aires’. Una enjundia tan maravillosa es Buenos Aires, una ciudad hermosa, pero con parques y avenidas lamentablemente rotas. Cuando estaba haciendo El Rafa quise comprar mi casa natal, y apenas me demoré ya la habían tirado abajo. Por prescripción médica –he sido un gran fumador– debo caminar una hora y media por día, lo hago todas las noches. Y todas las noches descubro que han demolido algún recuerdo. De calle Corrientes sólo quedan el Rex y el Ópera. Por ahora, Palermo sigue siendo como el Bois de Boulogne”. Recientemente viudo tras un matrimonio de 57 años, deja dos hijos (otro murió de amor hace 19 años, ya se sabe), ocho nietos y tres biznietos. Para su tumba pidió una sola frase: “Hice lo que pude”.

Fuente: revista Criterio, Buenos Aires, Nº 2376 enero 2012.

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