20 años de kirchnerismo, la razón y la locura

Si al llegar al poder los Kirchner aspiraban a retornar a la justicia social y capitalizarla políticamente, había que recurrir al gasto público; fue el comienzo de un proceso que devino en una arquitectura económica explosiva.

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Por Pablo Gerchunoff.- En 2023 cumple cuarenta años la democracia argentina pero también cumple veinte años el kirchnerismo como tercera versión significativa del peronismo, después de la versión I del padre fundador y de la versión II de Carlos Menem. En esta nota quiero escribir sobre los veinte años kirchneristas, la mitad del transcurrir democrático (me impresiona el solo decirlo), y para hacerlo voy a comenzar por el principio. Néstor Kirchner y Cristina Fernández se conocieron en La Plata en 1974, un momento icónico. Él tenía 24 años y ella 21. Pertenecían ambos a uno de los círculos concéntricos de esa rebeldía juvenil cuyo núcleo de fuego había tomado las armas, incluso desafiando al jefe indiscutido. Sin embargo, el compromiso de la pareja con la violencia “de abajo” no fue tanto. Se casaron en 1975 y en 1976 se instalaron en Río Gallegos, capital de la lejana y despoblada provincia de Santa Cruz, donde bastante rápidamente, mientras reinaba en el país una dictadura terrorista, hicieron fortuna y carrera política. Atención, 1974 a 1976. Tempestades, caos y sangre, podemos sintetizar redundantemente.

Lo que no es redundante y el flamante matrimonio no podía adivinar entonces era que, más allá de la muerte de Perón y de “los compañeros muertos”, esa coyuntura crítica coincidió con un cambio profundo en la sociedad, en la política y en la economía que muy marginalmente estuvo vinculado con la violencia que destellaba en la superficie y sobre la que tanto se ha escrito. Ilustremos ese otro cambio de larga duración que se desplegaba casi en secreto, al ritmo parsimonioso de las transformaciones estructurales.

Entre 1944 –el año en que Perón llegó a la Secretaría de Trabajo y Previsión– y 1974, la economía había estado creciendo al 2% per capita, y a un robusto 2,6% per capita si se tomaba como punto de partida el año de 1952, en que Perón había terminado de estabilizar la nave de la economía después de la fiesta popular; en los casi cincuenta años que siguieron, el crecimiento fue del 0,6 % per capita. De la dignidad a la más completa mediocridad. En el primer período, la inflación promedio había sido del 27%, igual que Brasil y menos que Chile y Uruguay; en el segundo período, del 86%, largamente la más alta de la región si se excluye a Venezuela. Era además la de 1944 a 1974 una sociedad conflictiva pero bastante homogénea y cohesionada (aunque no tanto como se ha creído), en la que la pobreza emergía en dosis todavía tolerables para la sensibilidad colectiva de los argentinos, parte anclada todavía en el despoblado mundo rural, parte en las nuevas periferias urbanas en expansión. La industrialización protegida como patrón de crecimiento había dado sus frutos antes de Perón, con Perón y después de Perón, con momentos mejores y peores, con mayor o menor igualdad, a veces con el empresariado nacional como protagonista del proceso de acumulación de capital, a veces con la centralidad de los inversores extranjeros, siempre con la asistencia del Estado.

Pero aún antes de 1974 esos frutos comenzaron a secarse: el mundo cambiaba y en consonancia la Argentina también cambiaba, y por la combinación de ambos cambios el proteccionismo se agotaba y se disociaba gradualmente de las necesidades populares. Después de 1974, bastante súbitamente, con el Rodrigazo y el experimento económico de la dictadura, el rostro social de la nación perdió esos rasgos que muchos recordaban bellos, hasta convertirlos en una sorprendente fealdad desde las hiperinflaciones de 1989 y 1990. La palabra “desde” tiene sentido porque esa fealdad no desapareció con la estabilidad de los años de Menem, sino que en gran medida persistió y convirtió a aquella sociedad más o menos cohesionada de antaño en una Argentina fragmentada que tenía como base endeble la fragilidad del progreso material. Fue, dijimos, un cambio estructural, lo que significa un cambio no reversible. La historia que fluye, el río que no retrocede. Solo se podía salir hacia adelante. En otras palabras, no se podía desandar el camino.

Lo descubrió el matrimonio Kirchner cuando en mayo de 2003 el varón llegó a la presidencia en circunstancias que no vamos a explicar aquí. Descubrió el horror de ese cambio estructural. Tenía ese descubrimiento un significado político: no iban a gobernar una sociedad peronista tal como ellos entendían al peronismo. Pero… ¿era verdad que no se podía desandar el camino? ¿Creían en la irreversibilidad que hemos sugerido en el párrafo anterior o acaso pensaban que se podía acabar con los filisteos “neoliberales” y con sus templos y volver a un pasado glorioso y popular solo con la voluntad? Esta pregunta es central para entender al kirchnerismo. Imaginemos a Néstor y a Cristina observando las huellas económicas y sociales de las épocas recientes, supongamos que en el año 2007, después de cuatro años al comando del país. ¿Y qué veían? Veían algo que les gustaba y que atribuían al acierto de sus políticas y no, como pretendían refutar sus opositores, a una combinación de herencias macroeconómicas circunstancialmente sólidas y a la fortuna de una globalización favorable (digamos China): veían justamente el crecimiento a “tasas chinas”, la inversión acelerada, el empleo que aumentaba a una velocidad que alimentaba el optimismo, los salarios reales que se recuperaban. Pero al mismo tiempo, como reverso, veían cosas que no les gustaban: la informalidad del trabajo asalariado había pasado de algo así como el 19% del empleo total en 1974 (exclusivamente en el Gran Buenos Aires) al 21% en 1986, al 32,5% en 1998, bajando apenas al 30,3% en ese 2007. Eso fue la furia. ¿Cómo podía ser? Belindia era la palabra que había acuñado en 1974 el economista Edmar Bacha para describir a su Brasil –el Brasil del milagro económico– como una combinación de Bélgica y la India. ¿No estaban gobernando Néstor Kirchner y su esposa que lo sucedería otra Belindia?, quizá se hubieran preguntado de haber conocido la brillante intuición de Bacha. A pesar de haber recalentado el motor del crecimiento en una carrera vertiginosa, parecía ser que a los ojos del matrimonio el crecimiento económico no alcanzaba para incluir a los que habían quedado a la intemperie después de 1974. El “desarrollismo popular” de 2003 a 2007, el go and go sin pausa, se les apareció insuficiente como estrategia inclusiva. La informalidad laboral que rompía los ojos era recorte de los derechos sociales y debilitamiento de los sindicatos. Eso, definitivamente, no era peronismo. Y en el examen imaginario de la realidad que hemos propuesto, seguramente constataban Néstor y Cristina Kirchner, con la canasta de consumo que por entonces tenían disponible, que la pobreza había pasado del 13,6% en 1986, al 27,2% en 1998 y apenas había bajado al 26,3% en 2007 si se la computaba con la inflación “verdadera” y no con la que el Indec había construido artificialmente, entre otras cosas para disimularla. Comprobaban además que la duración del desempleo había pasado de 1,8 meses en 1986 a 8 meses en 2007, y que el porcentaje de trabajadores que cumplían con los requisitos para jubilarse había caído del 74% en 1986 al 60,6 % en 2007 (mucho peor para quienes apenas habían alcanzado a completar la escuela primaria, para los cuales la caída había sido del 72,5% al 44,8%). En síntesis, informalidad significaba pobreza creciente pero también exclusión de todo sistema protectivo para muchos adultos mayores. Se derrumbaba el sistema previsional universal que se había inaugurado en 1946, que venía erosionándose desde mediados de los años 60, que había atormentado a Alfonsín, que supuestamente había borrado del mapa Menem.

Recurrir al Estado

Cara y cruz entonces. Néstor y Cristina habían contenido la sangría social y política de 2001, pero el paisaje que quedaba era la fuente de un desasosiego que no iban a confesar públicamente. No estaban dispuestos a cargar con la cruz de la moneda. No había “ética de la paciencia” posible frente a la pobreza terca que persistía. Creían cada vez menos en el derrame como remedio para la pobreza y creían que, si en efecto el derrame no funcionaba, la sociedad podía volverse electoralmente esquiva, una cuestión central para la pareja en ese 2007 y todavía más después de la derrota en los comicios intermedios de 2009. ¿Qué hacer entonces? La respuesta fue: si se aspiraba a retornar a la justicia social perdida y capitalizarla políticamente, había que recurrir al Estado, al gasto público, porque el mercado estaba fracasando o, si se quiere, teniendo un éxito solo parcial aún en su fase expansiva. En el peronismo de los 40 y los 50 una arquitectura productiva ciertamente organizada desde el Estado había sostenido con todas sus dificultades la equidad y la inclusión. Pero en ese escenario la Fundación Evita asistencialista había sido una pieza menor, una celdilla casi insignificante del presupuesto en los albores del justicialismo. El gasto público tenía en esos años un componente importante de erogaciones en infraestructura, en gastos militares, en inversión de las nuevas empresas públicas. Ahora, sin un patrón de crecimiento incorporador, el asistencialismo (por cierto, ocultando esa palabra pecaminosa, reemplazándola por el concepto políticamente más eficaz de “expansión de derechos”) se convertiría en una pieza mayor.

Y así fue que el kirchnerismo puso manos a la obra. El incremento del gasto público al que hemos asistido durante los últimos quince años tuvo una lógica, una razón fundante. El gasto público total consolidado –nación, provincias, municipios– fue el 29% del PBI en 1980, lo mismo en 2005 con sus idas y vueltas intermedias, pero fue el 44% en 2015, el año en que Cristina Kirchner completó su segunda presidencia en medio de ese hongo atómico fiscal. Quince puntos porcentuales de aumento y, más todavía, casi una duplicación, si solo se computaban los gastos de la Nación que lideraban el proceso e iban convirtiendo la razón en locura. El gasto público social consolidado fue el 14,5% del PBI en 1980, el 18,5% en 2005, pero el 27,2 en 2015, casi tanto como el total del gasto en 1980. El Estado social se acercaba a los dos tercios del gasto total. Quizás todo comenzó impensadamente con los congelamientos tarifarios de 2002 y con la consecuente masa monetaria de subsidios que benefició a ricos y pobres del Área Metropolitana de Buenos Aires, pero luego siguió con programas de empleo, asignaciones sociales para atender a la franja informal de menores ingresos, ayudas alimentarias y sobre todo moratorias para incorporar a los trabajadores mayores al sistema previsional. Aunque el empuje de las erogaciones se filtró por todos los intersticios y por todas las jurisdicciones como un rasgo de época, el gasto social fue una de las columnas del peronismo del siglo XXI. Un dato es ilustrativo. En ese año de 2015, el número de jubilados y pensionados que habían accedido ya a ese derecho por la vía de moratorias igualó al de jubilados y pensionados que no tuvieron que apelar a moratorias.

Néstor Kirchner y una Cristina candidata en plena campaña presidencial

Néstor Kirchner y una Cristina candidata en plena campaña presidencial.

Era todo ello un intento de la política por cerrar la brecha de la fragmentación social. Un justicialismo ya no basado solo en atrasos cambiarios y tarifarios para alentar el consumo popular, como con el primer Perón, sino ahora también en un impresionante empuje a las erogaciones públicas que se independizaba de los avatares de los precios relativos. Que nadie se atreviera a juzgar lo que era una gigantesca sutura colectiva, el cierre de una herida. En otros países podía haber informalidad y pobreza aún mayores, quizás también crecientes, pero se las podía tolerar casi como un fenómeno de la naturaleza o de la rutina de la historia. No en la Argentina kirchnerista. O más arriesgadamente, no en la Argentina. En todo caso, para la lógica kirchnerista, el fracaso importante no residía tanto en los desequilibrios macroeconómicos que su intento generaba –y que por supuesto no podía ignorar– sino en el hecho de que la palabra “fragmentación” designaba realidades que iban más allá de la dimensión de los ingresos: fragmentación en el sistema de salud, fragmentación del sistema educativo, doble standard de seguridad para los ricos y para los pobres. Nada de eso pudo siquiera atenuar el kirchnerismo.

¿Cómo se financió esa audacia desesperada –pero acabamos de ver, también limitada– que tenía como norte una reparación social que se extendió también a sectores medios golpeados desde aquellos años 70 por sucesivas crisis? Primero digamos cómo “no” se financió. No lo hizo por la vía del endeudamiento externo porque desde la debacle de 2001 la Argentina vivía en default y por lo tanto fuera de los mercados internacionales de capitales. Tampoco lo hizo por la vía de un mercado de capitales en pesos porque a diferencia de casi todos los países de la región el kirchnerismo resucitó desde 2005 y por diversos mecanismos una inflación que ya estaba dominada y canceló de ese modo la posibilidad de robustecer el crédito local a largo plazo y apelar a él como política soberana. Esa fue una de las razones por las que entre 2005 y 2021 la inflación anual de la Argentina fue del 30%, la de Brasil del 5%, la de Chile del 4%, la de Perú del 3%, la de Uruguay del 8%. La Argentina había pasado en ese aspecto a ser una excepción regional, como en un pasado ya lejano había sido una excepción por sus virtudes envidiadas. La comparación con Brasil es interesante. La continuidad Fernando Henrique Cardoso-Lula en materia de política monetaria era imposible por la quiebra de la convertibilidad –esto es, no había nada que continuar– pero entre ese colapso de fines de 2001 y comienzos de 2005 hubo un significativo período –después de que se calmaran las aguas– en que la Argentina creció aceleradamente con tasas de inflación bajas. Ese sacrificio de la estabilidad que vino después fue el costo que la sociedad argentina pagó para fortalecer la presidencia de Néstor Kirchner, que había nacido como un mandatario débil. A juzgar por el éxito de Cristina en las elecciones presidenciales de 2007 y mucho más en las de 2011, no parece que el costo haya sido muy alto en la percepción de la sociedad.

Una paradoja infernal

¿Y cómo se financió entonces? Mayor presión fiscal, nacionalización de los Fondos de Pensión, emisión monetaria, desacumulación de reservas, desde la reelección de Cristina en un contexto de largo estancamiento en la producción y en la creación de empleo formal, estancamiento que se explicó en parte por una desmejora de las condiciones externas, pero en parte también por las propias medidas que se tomaban para sostener el nuevo nivel de gasto. Una paradoja infernal para la experiencia kirchnerista en tiempos difíciles. Baja inversión y bajas exportaciones fueron los resultados. Las bajas exportaciones se convirtieron en un drama por dos razones: por un lado, porque empujaron al gobierno de Cristina a instaurar el control de cambios y crecientes restricciones al comercio para limitar las importaciones, pero en este caso con el resultado no querido de encarecer los insumos y bienes de capital que el propio Estado compraba; en segundo lugar, porque los consumos de los trabajadores formales e informales que todavía constituían esforzadamente su base social unificada tenían, como consecuencia de los cambios estructurales de los años 90, un componente de insumos importados más alto que no había revertido sino parcialmente después de 2001. El problema de la no reversión otra vez. La piedra en el zapato del kirchnerismo. Si la economía iba a ser popular, tenía que ser exportadora, algo difícil de comprender en toda su profundidad para la tradición peronista.

El perro comenzaba a morderse la cola. Sin una actividad económica robusta como la de 2003-2007, hacía falta más gasto todavía para combatir la informalidad y la pobreza, pero eso le ponía una barrera a la baja a la informalidad y a la pobreza. Una fuente de perplejidad. La combinación de peronismo de los 40 con peronismo kirchnerista expandiendo derechos sociales a través del gasto público bloqueó el crecimiento y armó una arquitectura socio-económica difícil de reemplazar, contradictoria y explosiva. No era esa arquitectura un muñeco de plastilina al que se le pudiera dar una nueva forma con un par de decisiones políticas y económicas. No había correcciones menores en el horizonte. Nada iba a ser fácil. Ni para el kirchnerismo ni para la fuerza política que eventualmente lo sucediera.

Es interesante comprobar que el Mauricio Macri de 2015 comprendió la magnitud del problema y caminó con cautela, como en un campo minado. Es sabido que falló, pero se sabe también que todos los gobiernos fallan. Probó –a semejanza de Margaret Thatcher y de Ronald Reagan– no bajar el gasto nominal con la espada de san Jorge, sino buscarle financiamiento en los mercados internacionales de capitales que ahora se le abrían al “presidente de la confianza”, mientras ensayaba reformas que erosionaran poco a poco esa razón kirchnerista que se había vuelto loca. El fracaso se hizo visible cuando esos mercados le dieron la espalda a Macri. Los amigos nunca son para siempre entre los bancos y los fondos de inversión. Lo que siguió fue un clásico: devaluación, acuerdo con el FMI, aceleración inflacionaria. Tristemente, esa inflación sí bajó por un tiempo el gasto público, en lo esencial porque redujo los salarios reales.

Alberto Fernández, por su parte, tuvo la inesperada buena suerte personal de ser elegido candidato a presidente finalmente victorioso por su segunda jefa política, y tuvo la mala suerte de que una pandemia única en un siglo lo enfrentó, como a todos los países del mundo, a un irremediable aumento del gasto público sin contar –debido a las ansiedades inflacionarias de su primer jefe– con el crédito en pesos para financiarlo. ¿Falló el presidente Fernández? Ya lo dijimos: la probabilidad más alta es el fracaso. Hubo en la Argentina de 2019-2021 una apasionada discusión con sorprendente sabor filosófico sobre la forma en que enfrentó la catástrofe sanitaria. Quizás demasiada cuarentena (¿poca libertad?), y entonces menos actividad económica, y entonces mayores desequilibrios fiscales, y entonces mayor emisión monetaria y mayores disensos distributivos, y entonces precios que terminarían desbocándose. ¿Error de política o tragedia universal, como se defendió Fernández? No vamos a dictaminar sobre ese debate. ¿Fue la pandemia o fue la cuarentena lo que hizo que la Argentina descendiera un escalón más? No tenemos una respuesta definitiva a esa pregunta. El hecho es que la inflación de Cristina había sido en promedio de algo así como el 25% anual, la de Macri de algo así como del 50% al finalizar su gestión, la de Alberto terminaría siendo de más del 100% y liderada –debido a la lógica acumulativa de las restricciones al comercio– por sectores con creciente poder monopólico en el mercado interno. Así son los controles de cambio y los proteccionismos cuando pierden el sentido que alguna vez tuvieron. De ese modo, el presidente ¿kirchnerista? quedó coronando con el espinoso cetro de ser el primer peronista que no pudo recuperar los salarios reales después de una crisis ajena.

Cristina, Mauricio, Alberto, todos rematando la historia en el mismo lodo. Todos en el mismo lodo a pesar de las protestas que cada uno de ellos podría esbozar frente a esta identificación. Algo sabemos de ese lodo. Algo hemos escrito sobre ese lodo en estas páginas. Alguien quizás sepa cómo se sale de él, cómo se encuentra una razón que no termine en locura. Alguien tendrá la llave del cofre de la sabiduría. Pero eso no es materia de este ensayo.

Mi agradecimiento a Luis Beccaria y a Oscar Cetrángolo, que generosamente me enseñaron, me leyeron y me comentaron.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/ El autor es historiador económico, profesor emérito de la UTDT.

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