100 años de Astor Piazzolla, un idioma universal

Fue el hombre que trascendió al tango y al bandoneón, al punto de convertirse en uno de los compositores más importantes del siglo XX. En el centenario de su nacimiento, vida y obra de un artista cuyo sonido es una marca reconocida en todo el mundo

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Por Humphrey Inzillo.- La escena transcurre en el Central Park, en el ocaso del verano de 1987. Exactamente, el domingo 6 de septiembre. Astor Piazzolla, al frente de su quinteto, ofrece en Nueva York, la ciudad en la que se había criado cuando niño y adolescente, un concierto consagratorio, definitivo, magistral. En ese momento, a los 66 años, ya había tocado en el teatro Olympia de París y en el teatro Colón de Buenos Aires, entre otros escenarios de prestigio internacional. Pero esa presentación, acaso por su locación, acaso por la lluvia, tiene una carga épica. El marco es grandioso, porque entre esos mil privilegiados que forman parte del público se destaca una leyenda, el prestigioso pianista y arreglador Gil Evans, de quien Piazzolla es fanático desde 1958, cuando Dizzy Gillespie, en su departamento de Manhattan, le dijo: “Te voy a hacer escuchar el disco de jazz más importante de los últimos años”, y en su bandeja puso a girar el vinilo de Miles Ahead, que se había editado el año anterior. El impacto de los arreglos de Gil Evans lo marcaron desde entonces. Su presencia fue, sin dudas, una motivación para Astor (“Siempre me emociona reencontrarme con aquellos a quiénes admiré toda la vida, y nunca sé qué decirles”, le confesó a su hija, Diana, para su libro Astor, lanzado pocos meses más tarde de aquella presentación). Y fue un estímulo, también, para los integrantes de su quinteto: el pianista Pablo Ziegler, el guitarrista Horacio Malvicino, el violinista Fernando Suárez Paz y el bajista Héctor Console. Además de Gil Evans, se destacaban dos prestigiosos guitarristas: el virtuoso Al Di Meola y Ralph Towner, fundador del grupo Oregon. Y un colega argentino, el pianista y arreglador Carlos Franzetti, radicado en la Gran Manzana.

A sus 91 años, el legendario Horacio Malvicino, que grabó con Piazzolla por primera vez en 1958, sostiene que ese fue el mejor concierto en todos sus años junto a Astor. “A veces parece como si el universo se enderezara para que todo salga impecable. Ese disco es una de las cosas más perfectas que grabamos”.

El repertorio, que incluye piezas emblemáticas como “Verano porteño”, “Milonga del ángel” y “Adiós Nonino”, es un pequeño resumen de la obras fundamentales de un artista prolífico, que escribió más de 2000 piezas. Al promediar la presentación, Piazzolla toma el micrófono y, en poco más de dos minutos, lanza un discurso que está a la altura de sus músicas maravillosas. Empieza a hablar en inglés y en español, y a pedido del público también suma el italiano. “This is the new music of Buenos Aires, the new tango; esta es la nueva música de Buenos Aires, el nuevo tango; questa è la nuova musica di Buenos Aires, il nuovo tango”, dice. Y lo que sigue es una ovación que se mezcla con las carcajadas. En ese contexto, lanza un monólogo autobiográfico que también resume, en unas pocas frases, la historia de su instrumento.

Con parte del octeto eléctrico, frente al tradicional teatro Olympia, de París, donde tocó en 1977

Con parte del octeto eléctrico, frente al tradicional teatro Olympia, de París, donde tocó en 1977.

“Comenzamos en 1954. Mi nombre es Astor Piazzolla. Nací en Argentina, crecí en Nueva York y mis padres vinieron de Trani, Italia. Muchos piensan que este extraño instrumento es un acordeón, pero es un bandoneón. Lo inventaron en Alemania, en 1854, para tocar música religiosa en las iglesias. Unos años después, lo llevaron a los prostíbulos en Buenos Aires. Y ahora, lo traemos al Central Park. Es un lindo tour”, dice Astor. Y se escuchan más risas.

“No estoy tratando de hacerme el gracioso”, aclara. “Esta es la vida, surrealista, de este instrumento. Desde que nació, el tango estuvo en los night clubs y en los cabarets. Como el jazz en Nueva Orleans. Nunca fue algo demasiado limpio en un principio. Hoy en día, se supone que es limpio, porque esto es limpio. Gente libre, música y amor. Espero que disfruten nuestra música”.

Desde su casa en Nueva York, Pablo Ziegler, el pianista de aquella noche, bucea en sus memorias. “Recuerdo muy bien ese concierto. Había lloviznado todo el día, y hacia la noche llovía un poco más. Por eso, el público estaba con paraguas. No era habitual que Astor hablara en tres idiomas sobre el escenario, creo que lo hizo porque sabía que estábamos en Nueva York y había comunidades de muchos países”, cuenta.

De hecho, para celebrar los 25 años de ese hito, más de siete mil personas presenciaron el concierto que ofreció el cuarteto de Pablo Ziegler, revisitando el repertorio de 1987, junto a la violinista Lara St. John, en ese mismo escenario. El de 2012, fue el más multitudinario en la historia de los conciertos en el Central Park.

La caza de tiburones fue su pasatiempo en Punta del Este

La caza de tiburones fue su pasatiempo en Punta del Este.

De Mar del Plata a Manhattan

Astor Pantaleón Piazzolla nació el 11 de marzo de 1921 en Mar del Plata. Además de la música, su vida estuvo signada por los viajes. Si trazáramos cada una de sus travesías con una línea punteada sobre un planisferio, a la usanza de Casablanca y otros clásicos hollywoodenses, el cuadrado entre Mar del Plata, Buenos Aires, París y Nueva York ganaría en preponderancia, pero el resultado gráfico sería tan caótico como un dibujo de Jackson Pollock.

Por causas que nunca quedaron del todo claras, Astor nació con un problema en su pierna derecha: su pie estaba torcido. Para subsanarlo, tuvo que someterse a siete operaciones. Entre los dos y los seis años, los hospitales fueron su segunda casa. “Creo que por ese problema mío, a papá se le metió en la cabeza que yo tenía que ser algo grande. Tenía que superar la inseguridad que me daba el defecto en el pie. Él se propuso que yo hiciera todo lo que me prohibían, para que no fuera un solitario o un acomplejado. Si me prohibían nadar, él me mandaba a nadar. Si me decían que no tenía que correr, él me hacía correr. Y así con todo. Por eso también lo de la música. Él quiso que yo fuera algo grande, diferente y se mató trabajando para que yo lo lograra. Lo que él no sabía es que yo también quería destacarme y hacer todo lo que me prohibían. Yo también quería superar mi problema, salir adelante, destacarme”.

Más allá de lo que muestra el excelente documental Piazzolla, los años del tiburón (2018), dirigido por Daniel Rosenfeld, Astor tuvo una vida llena de ribetes cinematográficos (Adolfo Aristarain anheló hacer su biopic durante un buen tiempo). Su educación sentimental, desde los cinco años, transcurrió en Nueva York (vivió durante dos períodos entre 1925 y 1936), en un ambiente de pandillas, donde los gangsters formaban parte del paisaje cotidiano. “Todo era muy pobre en la calle Ocho. Pobre y triste. Pobre y violento. Era un barrio violento porque existía hambre y bronca. Crecí viendo todo eso. De todos modos, el Greenwich es mi barrio. Ahí crecí, ahí empezaron mis primeros desafíos, mis primeras peleas, los primeros pecados. La calle Ocho, Nueva York, Elia Kazan, Al Jolson, Gershwin, Sophie Tucker cantando en el Orpheum, un bar que estaba en la esquina de casa… Todo eso, más la violencia, más esa cosa emocionante que tiene Nueva York, están en mi vida, en mi conducta, en mis reacciones. Crecí pegando y defendiéndome. Sigo haciéndolo”, explicó a mediados de los ochenta, cuando acumulaba en sus espaldas tres décadas de batallas contra reaccionarios y detractores de su música.

El mapa, en la calle Ocho, era así: de un lado, los italianos; del otro, los judíos. En el medio, el niño Astor. “Todo se va metiendo bajo la piel”, recordó. “Mis acentuaciones rítmicas, tres más tres más dos, son similares a los de la música popular judía que yo escuchaba en los casamientos”.

Jugaba al béisbol y practicaba boxeo, soñaba con tocar la armónica (incluso intentó robarse una Hohner cromática de una tienda), pero su padre, a los ocho años, le regaló un bandoneón que compró en un local de segunda mano por dieciocho dólares.

Curiosamente, a Astor no le gustaba el tango. Era una música que escuchaba su padre, por las noches, para exorcizar las nostalgias del sur de América.

De sus primeras clases de teoría y solfeo, con un profesor italiano del barrio, lo único que se llevó fue una receta para preparar un tuco al estilo napolitano que utilizó para agasajar a sus amigos. “Cada vez que llegaba a su casa, había un olor a comida que me volvía loco. Hasta que un día le pedí que me enseñe la receta. (…) Lo cierto es que cada vez que yo volvía a casa y mi papá me había preguntado qué había aprendido ese día, yo de música no había aprendido nada porque me la pasaba hablando de comida. (…) A mí, lo único que me gustaba de alma era el jazz”, le contó Astor a Alberto Speratti, para su libro Con Piazzolla (1968).

Unos años más tarde, a los 13, gracias a un vecino, el pianista húngaro Bela Wilda, Astor empezó a escuchar música clásica, y quedó especialmente atrapado por Johann Sebastian Bach.

Como Forrest Gump, Piazzolla se cruzó a lo largo de su vida con celebridades como el boxeador Jake LaMotta, con quien llegó a tirar guantes sobre un ring (“me dio tal trompada que nunca volví al gimnasio”); con el muralista mexicano Diego Rivera, quien le obsequió un dibujo mientras tocaba el bandoneón en el Rockefeller Center, y con Carlos Gardel, el ídolo de su padre, que cuando lo escuchó tocar le espetó: “¡Pibe, ¡Vos tocás el bandoneón como un gallego!”, pero de todos modos hicieron buenas migas: lo invitó a participar como extra en la película El día que me quieras y compartieron varias de sus presentaciones en teatros. Luego de una larga temporada en la Gran Manzana, Gardel lo invitó a sumarse a la gira por Sudamérica. Sus padres no se animaron, porque todavía era muy chico y, a la postre, fue una decisión acertada. Gardel se mató en esa gira en el trístemente célebre accidente de Medellín.

La familia Piazzolla volvió a Mar del Plata en 1936, y un tiempo después, Astor, con 18 años, se fue a vivir a Buenos Aires, consolidado en su afán de ser músico profesional. Poco tiempo después, gracias a su amigo violinista Hugo Baralis, entró en la orquesta de Aníbal Troilo.

Con el maestro Osvaldo Pugliese el respeto y la admiración fueron mutuos

Con el maestro Osvaldo Pugliese el respeto y la admiración fueron mutuos.

En 1940, se apersonó en la residencia porteña del célebre pianista Arthur Rubinstein para mostrarle un concierto que había escrito en su honor. Rubinstein lo mandó, literalmente, a estudiar. Así llegó al maestro Alberto Ginastera, con quien se formaría durante poco más de un lustro en composición, orquestación y armonía.

Según Baralis, Astor era un bicho raro en el ambiente del tango. “Hablaba mitad inglés, un cuarto de castellano y un cuarto de lunfardo. Además, y para colmo, había tocado con Gardel, pero hablaba de Bach”.

Estimulado por Ginastera, Astor había empezado a estudiar y a componer, a la par de su trabajo en la orquesta. Iba a escuchar los ensayos del teatro Colón los sábados a la mañana y muchas veces, después de la función, armaba jam sessions con músicos como Baralis, Orlando Goñi y Kicho Díaz, entre otros. Imitaban el estilo de viejas orquestas (Elvino Vardaro, Julio de Caro), al que Astor le incorporaba acordes complejos. Quizás en esas experiencias, que Troilo no celebraba (“decía que nos hacía perder sentido bailable”, contó Astor), esté el origen de Piazzolla como nombre propio en la historia de la música. El laboratorio creativo de uno de los grandes compositores del siglo XX.

Pocos años después, en 1946, armó su orquesta típica, otorgándole su impronta en arreglos con síncopa, contrapuntos en el violín y el ritmo de 3-3-2 en el piano, que le valieron elogios de colegas como Osvaldo Pugliese y Horacio Salgán. Y al año siguiente, en otra escena digna de Forrest Gump, el prestigioso compositor Aaron Copland lo felicitó después de escuchar a la orquesta, en una visita por Buenos Aires. Poco tiempo después, enfocado en la composición y alejado del universo tanguero, Astor dejó de tocar el bandoneón.

¿Piazzolla nació en París?

El 16 de agosto de 1953, en el Aula Magna de la Facultad de Derecho, Piazzolla estrena su obra “Sinfonía de Buenos Aires” ?con la cuál había ganado el concurso Fabien Sevitzky, el prestigioso director ruso llevó la batuta en esa ocasión?, para dos bandoneones ?que interpretaron Leopoldo Federico y Abelardo Alfonsín? y una lija, además de la orquesta. Astor tuvo que inventar un instrumento que sonara como una chicharra ?un recurso que utilizaría frecuentemente para marcar el compás? porque sabía que los violinistas clásicos cuidaban sus instrumentos exageradamente y no iban a querer hacerlo. Se generó una polémica porque muchos se sintieron ofendidos por ver bandoneones junto a una orquesta sinfónica. “Al finalizar la obra, Sevitzky me llamó para que saliera a saludar. Cuando fui a hacer la inclinación vi que todo el mundo se estaba agarrando a trompadas, como si fuera un ring. «No se preocupe», me dijo Sevitzky. «Es buena publicidad»”.

Fina estampa en pleno París

Fina estampa en pleno París.

Sevitzky estaba en lo cierto. El gobierno francés le ofreció una beca para estudiar en París con Nadia Boulanger, amiga íntima de Stravinsky y mentora de compositores como Aaron Copland y Virgil Thomson. Fueron meses de estudio intenso, rígido y disciplinado. Boulanger le hizo trabajar fugas y contrapuntos, en un plan de estudios que exigía cuarenta o cincuenta variaciones sobre un mismo tema. En una oportunidad, Astor hizo trampa y presentó, en esa maraña de partituras, cuatro ejercicios idénticos. “No se va a dar cuenta”, pensó.

Pero Boulanger, sentada al piano, tomando un té con masas, lo descubrió. “No lo haga más, no se engañe. Esto lo perjudica a usted”, lo retó.

Pero ese no fue el consejo más importante de Boulanger, a quien Astor consideraba su segunda madre. “Esta música está bien escrita, pero le falta sentimiento”, le dijo en una de las últimas clases. “¿Quién es el verdadero Piazzolla? ¿Qué tocaba en la Argentina?”, lo apuró. Astor tenía vergüenza de hablarle de su pasado tanguero y mucho menos pensaba confesarle que tocaba el bandoneón. Sin embargo, cuando se lo contó y le mostró “Triunfal”, Boulanger le dijo algo que lo marcaría para siempre. “Su tango es música nueva y sobre todo sincera. Ese es el Piazzolla que me interesa. No lo abandone nunca”.

Y lo incentivó, así, a desarrollar un ejercicio de introspección tanguera, entre la memoria emotiva y el regionalismo crítico. Lo alentó a seguir el camino de Ravel, Bartok y Stravinsky. Pero a escuchar, sobre todo, al mexicano Carlos Chávez, al brasileño Heitor Villa-Lobos y al español Manuel de Falla. En la tradición y la búsqueda de su identidad estaba la clave para encontrar esa voz propia que lo haría célebre.

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“Yo nunca pude entender lo que ocurría dentro de mí, nunca pude entender por qué cuernos escribo lo que escribo, por qué todo es tan dramático si yo no lo soy. Si alguna vez el tango tuvo carácter testimonial, para mí fue solo una experiencia individual, y por eso es que yo nunca creo que mi música refleje el sentir del pueblo, sino lo que yo interiormente siento”, le explicó a Alberto Speratti en 1968. “Desde el principio mi música fue siempre muy melancólica, muy dramática, muy triste. No sé por qué cuernos, lo que yo menos tengo es de triste. Pero reconozco que en el fondo, y no sé por qué, tengo un gran dramatismo. Además, a mí me hace inmensamente feliz la música dramática, escuchar a Schumann, Brahms, Chopin. No sé si será masoquismo, pero mi música siempre ha sido así, alguna habrá sido más agresiva, alguna muy mística, otra muy barroca, pero la mayoría de los temas tienen un fondo dramático, bien dramático, y no sé por qué”.

En París se había cruzado con amigos como el pianista y arreglador Lalo Schifrin, entre otros. Y antes de volver a Buenos Aires, firmó un contrato discográfico y realizó más de 16 sesiones de grabación. En alguna de ellas grabó con el propio Schifrin, y en otras con el pianista Martial Solal. Pero lo más importante es que en ese momento empezó a tocar parado, con una pierna sobre la silla, rompiendo todas las convenciones, con un desparpajo y una potencia que, incluso, anticipaba las poses de las estrellas de rock.

Buenos Aires, Hora Cero

Ya de regreso en Buenos Aires, Piazzolla armó un octeto que ensayaba por las mañanas en el boliche Rendez-vous, de Osvaldo Fresedo (allí, su dueño junto a su orquesta, tendrían una colaboración con Dizzy Gillespie, durante su primera visita a Buenos Aires). También escribió un decálogo. El primer punto decía: “Agruparse preferentemente con fines artísticos dejará en segundo plano la faz comercial”. Proponía dejar de tocar en bailes e incorporaba sonoridades ajenas al tango por entonces, como la guitarra eléctrica, en manos del jazzista todoterreno Horacio Malvicino. Esto no sólo generó polémicas, sino también amenazas de muerte. “En Argentina todo se puede cambiar, menos el tango. Es como una religión, como una secta. Hacer siempre lo mismo”, solía decir Piazzolla, en busca de la revolución permanente.

En 1958 intentó radicarse en Estados Unidos. No fue una buena época y, mientras esperaba a su familia (su esposa Dedé, sus hijos Daniel y Diana) estuvo a punto de entrar a trabajar como traductor en un banco. Pero una cuadra antes de llegar a su nuevo empleo, se arrepintió. Realizó grabaciones y salió de gira con la compañía de Juan Carlos Copes y María Nieves por el Caribe. En medio de esa gira, se enteró de la muerte de su padre. Cuando llegó a Nueva York, se encerró en su cuarto y en una hora compuso, acaso, su pieza más conmovedora, dramática, sublime: “Adiós Nonino”.

Conversación con otra gran artista popular de nuestro país: Mercedes Sosa

Conversación con otra gran artista popular de nuestro país: Mercedes Sosa.

Desde Bogotá, el melómano Jaime Andrés Monsalve, director musical de la Radio Nacional de Colombia y autor del libro Astor Piazzolla: Tango del ángel, tango diablo, destaca la importancia de esa obra cumbre: “A partir de ese parteaguas que fue la muerte de Vicente, Piazzolla siempre sostuvo que nunca podría componer algo mejor que «Adiós Nonino». Si bien esa calificación queda por cuenta de la subjetividad de cada oyente, es verdad que el tema constituyó un puente perfecto para la creación de su primer quinteto, y eso va significando a la vez el aumento exponencial de ese grupo de jóvenes y furiosos seguidores que venían acompañándolo desde su orquesta del 44, y que dejarán de ser a partir de eso un simple puñado. Además, fue el caballito de batalla de su carrera, dejándolo grabado en prácticamente todos los formatos que asumió como líder a partir de su creación”.

Los poseídos

En 1960, volvió a Buenos Aires en barco. Un nuevo comienzo: inspirado en los grupos de jazz, armó un quinteto que hizo base en el legendario boliche Jamaica, donde convive con jazzistas (entre ellos, su amigo el Mono Villegas, a quien Astor ya le había dedicado su tango “Villeguita” en los años 40).

Entre las presentaciones en Jamaica y 676, donde transitaron artistas como Maysa Matarazzo, João Gilberto, Stan Getz, Sergio Mihanovich y Gary Burton, entre otros, se armó la barra de incondicionales.

Alberto Gerding, que a mediados de los 90 sería fundador y presidente del Centro Astor Piazzolla, fue uno de ellos. Transcurría 1960, tenía 14 años y escuchó en la radio un tema cuyo título sería premonitorio “Lo que vendrá”.

“Lo vi en vivo por primera vez en el Teatro San Martín, un concierto con entrada gratuita”, recuerda Gerding. “Desde ahí, empecé a frecuentar los conciertos y me sumé a la barra. Seríamos diez o doce tipos: Víctor Oliveros, Natalio Gorin, Miguel Zelinger, Juan Trigueros… Éramos fieles. Era como ir a misa. Víctor, que era como el jefe de la barra, tomaba lista en la vereda de los boliches. Cuando estábamos todos, pasaba al camarín y le avisaba a Astor que podía salir a tocar. Después de los conciertos, íbamos a comer. Una noche nos dijo: «Ustedes no son hinchas míos, ustedes están poseídos». Es que había que bancar la parada cuando te decían: «¡Eso no es tango! ¿Cómo te gusta esa porquería?». Al poco tiempo, estrenó un tema con ese nombre. Y empezó la leyenda de «Los poseídos»”.

Gerding fue testigo de decenas de noches inolvidables. “En el Colón estuvimos en la primera fila. Íbamos a todos lados y siempre sacábamos la entrada. Muy cada tanto Astor nos invitaba, pero nadie lo quería mangar”, aclara. Y enumera: “El del Octeto Electrónico en el Gran Rex, en diciembre de 1976, con gente sentada en los pasillos, fue impresionante. Terminó el concierto y revoleó el bandoneón por el aire. Los conciertos con Milva, en el Ópera. Cantaba descalza y parecía que levitaba. Las noches con el Polaco Goyeneche, en el teatro Regina. Pero, a mi entender, la formación más completa fue la del noneto. Tenía una musicalidad impresionante. En esa época hubo una seguidilla de conciertos en el Auditorio Kraft de Florida y Viamonte. Todas las noches tocaba «Tristezas de un doble A». Hacía una introducción, a solas con el bandoneón. El resto de los músicos lo escuchaba con veneración desde el costado del escenario. Yo iba todas las noches, y me sorprendía siempre. Astor en vivo era una locomotora: te pasaba por encima, te aplastaba, te hacía mierda”.

En los 60, Piazzolla ya era igualmente reconocido y atacado. Había taxistas que se negaban a llevarlo por lo que le había hecho al tango, había colegas que lo despreciaban, y Astor, explosivo, no dudaba a la hora de irse a la manos. Por ejemplo, con el cantor Jorge Vidal, en un estudio de televisión.

Esa facción reaccionaria parece haber encendido cada vez más la incontinencia creativa de Astor, un revolucionario en estado de ebullición, capaz de componer en una noche, luego de volver de gira por Brasil, la banda sonora de la obra de teatro Melenita de oro, de Alberto Rodríguez Muñoz. Una de las obras, que grabaron a la mañana siguiente, es “Verano Porteño”, que integraría la serie “Estaciones de Buenos Aires”.

Giró por Estados Unidos y obtuvo la admiración de jazzistas como Cannonball Adderley y Jim Hall. Y al regreso, en 1965, grabó con Edmundo Rivero unos poemas de Jorge Luis Borges. El escritor, amante de la vieja guardia, no quedó conforme con el resultado.

Con el poeta uruguayo Horacio Ferrer, en cambio, la sociedad creativa fue fructífera. Juntos compusieron, en 1968, la operita “María de Buenos Aires”, inspirada en una historia de Egle Martin, musa de esa obra que luego de escenas de un culebrón que involucró a su esposo, Lalo Palacios, quedó al margen del proyecto. La reemplazó Amelita Baltar, una joven imponente con quien Astor tendría una tormentosa relación en el siguiente lustro, ya separado de Dedé, la madre de sus hijos, Diana y Daniel. La operita resultó un fracaso económico que dejó a Astor, que tuvo que vender su auto, prácticamente en la quiebra.

Sin embargo, pronto llegarían los éxitos: “Chiquilín de Bachín” y “Balada para un loco”, probablemente el tema más popular de su carrera, con el que vendió más de 150.000 discos y que tuvo, pronto, una versión en la gola del Polaco Goyeneche y otra, instrumental, de Osvaldo Pugliese (que lo consideró “un tangazo”).

Entre viajes a Europa, donde se podía cruzar con Mina y Charles Aznavour en programas de TV presentaciones en Brasil con gran suceso y encuentros con Milton Nascimento, Dorival Caymmi y Vinicius de Moraes, Astor no paraba de trabajar: en una noche histórica de 1972, tocó en el teatro Colón con su noneto, compartiendo cartel con las orquestas de Florindo Sassone y Horacio Salgán, el Sexteto Tango y, a cargo del cierre, Aníbal Troilo. Sin embargo, en esa época sufrió un pequeño bloqueo creativo, que derivó en excesos de tabaco, comida y alcohol, que le produjeron un infarto en octubre de 1973.

Recuperado, se fue a vivir a Roma por tres años. Se separó de Amelita, grabó un disco con el saxofonista Gerry Mulligan, compuso “Libertango” (que en 1981, la cantante pop Grace Jones llevaría a las pistas de baile de todo el mundo), ganó fama y prestigio internacional. En 1976 conoció a Laura Escalada en una entrevista que le realizó en Canal 11. Se enamoraron y se casaron, informalmente, en una ceremonia dirigida por el artista plástico Antonio Berni (el casamiento oficial fue en los 80, luego de la promulación de la Ley de Divorcio). Fue su compañera hasta el final de sus días.

Que sea rock

Luis Alberto Spinetta tenía 14 años. Por herencia paterna, se había criado escuchando tangos de la Guardia Vieja, reconocía el poderío de Juan D’Arienzo, el rey del compás, pero cuando escuchó por primera vez a Piazzolla quedó impactado. En un entrevista filmada en un video casero, probablemente en el nuevo milenio, evoca sus argumentos en esas discusiones. “¿No ven a los aviones que aterrizan? ¿No ven los edificios? ¿El tráfico? ¿Los autos? ¿La ciudad que crece? ¡Eso es Piazzolla! No es el tipo llorando porque la mina lo abandonó”, sostenía cuando adolescente. Y aclaraba: “Sigo pensando lo mismo: Piazzolla es el futuro”.

Astor tuvo una relación ambivalente con el rock. No miró las nuevas olas con desconfianza (de hecho, escribió para el noneto la “Oda para un hippie”) y le manifestó a Natalio Gorin, en su libro A manera de memorias (1990), algunas ideas al respecto: “Me gustan los Beatles. Punto. No creo que hayan descubierto la pólvora. Los que vinieron atrás sí empezaron a rodear el rock de buena música, a juntarse con grandes arregladores. Para tocar como Pink Floyd o Weather Report hay que tener encima muchas horas de conservatorio, si no, es imposible. Mick Jagger, de los Rolling Stones, es hincha de Stravinsky, de Béla Bartók, tiene todos mis discos. Eso lo sé por Jeanne Moreau, ella se los mandó de París a Londres, son amigos. (…) Todavía no pierdo las esperanzas de tocar con Pat Metheny o Al Di Meola. Es un hermoso desafío. Mi querido Gil Evans me contó que rejuveneció musicalmente cuando a los 72 años empezó a arreglar para Sting. Quiere decir que yo volvería a ser el pibe Piazzolla”.

En 1977, Astor llegó a la tapa de la revista contracultural Expreso Imaginario. En ese mismo número, se anunciaba el final de la banda que lideraba Spinetta, Invisible. ¿Una de las razones? Piazzolla había convocado a su guitarrista, Tomás Gubitsch, a sumarse a su grupo.

En ese momento, los ecos de Piazzolla se pueden rastrear en “Hipercandombe”, canción de La Máquina de Hacer Pájaros, el grupo de rock progresivo liderado por Charly García.

Fito Páez destacó su resistencia “estética, moral y política frente a ese mundo que hace fuerza para que las cosas no se muevan”, en un artículo donde lo equiparaba a Antonio Carlos Jobim. Y en 1995, Páez se unió al Octeto de Daniel Piazzolla para ponerle letra a la melodía de “Tanti Anni Primma”, compuesta por Astor y rebautizada “Fueye del sol”. Y algo más: quizás haya en uno de los personajes de “11 y 6” una continuación en la saga de aquél “Chiquilín de Bachín”.

Otro fanático de Piazzolla es Flavio Cianciarulo, bajista de Los Fabulosos Cadillacs, que en 1995 compuso “Piazzolla”, un hardcore-jazzístico que repite, como un mantra, “Buenos Aires quemando frases de bandoneón”. No es su único homenaje, en su brazo lleva tatuada su imagen y bautizó a su primogénito, Astor, en su honor. “¡Para mí es nuestro Miles Davis! ¡Es nuestro Gershwin! Es grandioso, yo agradezco que su música se haya cruzado por mi vida. Su impacto fue tremendo, me incentivó a estudiar música con Javier Malosetti, con la fantasía de que me llamara a tocar con él, como le pasó a Tommy Gubitsh. Lo sigo escuchando con frecuencia y todavía me conmueve”.

Los años del tiburón

Aunque desde 1976 residieron buena parte del año en París, Piazzolla y Laura nunca se compraron un espacio propio. Pasaban la mayor parte del tiempo en apart-hotels. El itinerario en aquellos años podía llevarlo a Nueva York, donde se presentó en el Carnegie Hall con el octeto y José Angel Trelles en la voz, y a otros festivales europeos (donde compartió cartel, entre otros, con Paul McCartney). Pero en 1979 encontró otro lugar en el mundo: Punta del Este. Allí, en la Catedral de Maldonado, estrenó la suite que le dedicó al balneario uruguayo, que se transformó en su refugio durante el invierno boreal, donde daba largas caminatas en los bosques de eucaliptus, donde andaba en bicicleta y donde desarrolló uno de sus grandes placeres, la pesca de tiburones. También podía salir a pasear por la avenida Gorlero con una máscara de Frankenstein y asustar a los transeúntes desprevenidos. Una inocencia en comparación con las bromas pesadas que disfrutó de hacer (pero no de recibir) durante toda su vida y que el guitarrista Oscar López Ruiz compiló en el libro ¡Loco! ¡Loco! ¡Loco! 25 años de laburo y jodas conviviendo con un genio (Gourmet Musical).

Los ochenta fueron años intensos: se sumó a la Sociedad de Autores y Compositores de Francia, brindó un concierto histórico en el teatro Colón, grabó un disco sublime junto a su quinteto y el notable vibrafonista Gary Burton en el Festival de Jazz de Montreux, grabó con Lalo Schifrin su “Concierto para Bandoneón y Orquesta” en Estados Unidos, entre una infinidad de mojones. “No puedo decir que mi obra sea tan popular como la de Sting, pero creció la difusión de mis discos en todo el mundo, y al mismo tiempo pude desarrollar mi repertorio sinfónico”, le dijo a Natalio Gorin en su casa de Punta del Este, en marzo de 1990. “Pasaron los años y mi música ha tomado cierta popularidad. Eso quiere decir que mi lucha no fue en vano, que la gente busca cosas buenas.”

Un par de años antes, había atravesado un cuádruple bypass. Los médicos le aseguraron que viviría unos 12 años más. “La verdad, no me puedo quejar. Llegar hasta los 81 años es una buena noticia, quiere decir que tengo cuerda para rato. Si ando bien hasta esa edad, me voy a sentir regalado. ¡Qué problema existe! Mientras tenga mi familia, mis hijos, mis seis nietos bien, mi mujer bien, el perro bien, el bandoneón bien. ¡Qué más quiero! A lo único que le tengo miedo es a una enfermedad fulera, al sufrimiento. Eso no lo podría soportar”.

Esas palabras forman parte de libro A manera de memorias, de Natalio Gorin, que recreaba años de conversaciones entre ambos y que vio la luz en 1991. Sin embargo, el 5 de agosto de 1990, Astor ya había sufrido un derrame cerebral que lo dejó paralizado del lado derecho. Esa noticia inspiró “La balada de Astor Piazzolla”, una canción del uruguayo Fernando Cabrera, que reza “Un peleador se la está jugando en una clínica de París, su bandoneón aligeró los tangos de las rutinas de su país”.

A la semana siguiente del suceso, Piazzolla fue trasladado a Buenos Aires, donde atravesó una larga agonía de 23 meses ?acompañado por su círculo más cercano, familia y amigos?, y murió, finalmente, el 4 de julio de 1992. Tenía 72 años.

Piazzolla Not Dead

Su figura, sin embargo, se acrecentó con el paso de los años. Su música quedó en el inconsciente colectivo nacional en cortinas de TV (Tiempo Nuevo, Los Simuladores) y en centenares de películas, entre ellas, un capricho personal: Con alma y vida, de José David Kohon, un policial protagonizado por Norberto Aroldi en 1970, a quién Astor le dedicó una canción en su honor. O, más cerca en el tiempo, 12 Monos, el distópico film de Terry Gilliam protagonizado por Brad Pitt y Bruce Willis. Sus composiciones son interpretadas en los grandes escenarios por los músicos más prestigiosos y también por artistas callejeros en distintas partes del planeta.

Por estos días, en la Argentina hay, al menos, dos programas de radio dedicados a revisitar su vida y obra, que llevan varias temporadas en el aire: Estación Piazzolla, conducido por Víctor Hugo Morales y producido por Nicolás Tolcachier en Radio Nacional, y Astormanía, conducido por Alberto Gerding, en la 2×4.

La fiesta del centenario

A cien años de su nacimiento, el mundo se prepara para homenajear a Piazzolla. Una de las grandes noticias es el lanzamiento de 100, el nuevo álbum de Escalandrum, el sexteto liderado por el baterista Daniel “Pipi” Piazzolla, su nieto, que será editado en un vinilo doble. Incluye un solo de Astor, previamente inédito, cedido por Osvaldo Acedo, director de los Estudios ION. “¡Fue algo increíble!”, celebra Pipi. “Grabamos en el mismo estudio donde mi abuelo, a mediados de los 70, había grabado la Suite Troileana. Es la introducción del tema «Bandoneón», que nunca fue publicada. Pero lo más groso de todo es el arreglo de (el pianista) Nicolás Guerschberg para que todo el grupo toque con mi abuelo. La particularidad es que no tiene un tempo fijo. Es como si fuera un tema free”.

La Fundación Astor Piazzolla, que preside Laura Escalada, lanzó la plataforma Piazzolla100 (www.piazzolla100official.com), que acompaña y potencia el legado de Astor, reúne y promociona los homenajes en todo el mundo, al mismo tiempo que genera contenidos propios para dimensionar, aún más, al notable compositor. Habrá galas en el teatro Colón, una muestra inmersiva en el Centro Cultural Kirchner, que incluye un diálogo con obras comisionadas de artistas plásticos como Carolina Antoniadis, Johanna Wilhelm y Augusto Zanella, el clásico festival Experiencia Piazzolla en la Ciudad Cultural Konex (curado por Pipi Piazzolla) y un concierto frente al Obelisco, a realizarse en noviembre.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/la-nacion-revista

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