¿Colestivismo o individualismo?

Por Jorge S. Muraro (Santa Fe)

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Entre el “colectivismo” (para el cual la única realidad ilimitada es la sociedad) y el “individualismo” (donde sólo interesa y preocupa la singularidad de las apetencias personales), siempre se ha suscitado un aparente conflicto de raigambre ideológica. ¿Los individuos existen al servicio del todo social, o la totalidad para servir a sus miembros? ¿Interesa el bien del todo encima del bien de las partes? ¿La organización colectiva lo es casi todo y el individuo casi nada? ¿Primacía de la persona o supremacía omnímoda del Estado? Con estos dilemas se pretende confundir la naturaleza, los fines y el destino de la soledad, del estado y del bien común, en la engañosa dialéctica de hacer aparecer a este último opuesto al bien individual como si, acaso, existiera absoluta antagonismo de ambos entre sí. Conviviendo el individuo en sociedad, el bien particular no podría existir ni subsistir sin el concurso del bien común; de otro modo, el ser humano no sería naturalmente sociedad. De ahí pues que sea el medio indispensable para lograr el bien propio, individual o personal y, por ende, cuanto mayor sea la plenitud del bien común realizado, también mayores serán las facilidades que la sociedad pondrá al alcance de cada individuo para que éste pueda obtener el bien, el fin o el destino que persigue. Así, quien busca el bien de todos, acaba por encontrar su propio bien. Porque, ni se sacrifica ni se envilece el individuo para la sociedad, ni ésta para los individuos; se tiende -en cambio- más eficazmente hacia una integración en permanente equilibrio entre intereses colectivos y apetencias individuales, donde el bien común no anule ni sustituya el propio o particular sino que lo subsidie, lo complemente y perfeccione. Si es que existe un orden en el universo y un equilibrio constante de sus fuerzas naturales, no es razonable que pueda darse una oposición entre los fines del individuo -como persona humana- y los de la sociedad que él mismo conforma y sostiene, porque -obviamente- no puede haber controversia entre dos bienes auténticos y válidos, en contraposición al instinto congénito (“imperativo moral”) de convivir en sociedad. Sin embargo, el bien particular no se confunde con el bien común, puesto que un individuo no es la plenitud de la naturaleza universal y abstracta, sino sólo una realización ejemplar de ella, es decir, una encarnación de lo humano en una combinación singular: Un individuo no es reductible a otro y, por ello, no es el bien de uno singularmente igual al bien de otro, ni el bien individual igual al bien común. No existe, por tanto, contradicción entre bienes auténticos, porque -para que así ocurra- el conflicto (la antinomia o igualdad de conclusiones contradictorias) debería darse entre bienes de igual naturaleza o entre fines substanciales. El bien -del cual deben compartir los individuos en común- está por encima del bien particular, porque el todo -en función social- es superior de lo que es parte. Pero el individuo, sin bien es una parte de la sociedad que integra, como persona es un todo en sí mismo substancial, cuyo género de bienes personales sobrepasa a los de la sociedad que es un ente colectivo insubstancial (un fenómeno de entidad moral). De allí que el hombre en su existencia singular -siendo la encarnación de un espíritu o alma en un cuerpo- agota en sí mismo toda la soberanía de la personalidad humana; esencialmente no está, por ende, subordinado a la colectividad, comunidad o sociedad política ni puede ser sacrificado ni envilecido a expensas del dominio totalitario del poder absoluto. (Los fenómenos de cualquier tipo de “totalitarismo” son: poder total, sumisión total, control total y violencia total). La sociedad (y cualquier otra estructura social reconocible) no es sino una realidad de orden para un fin moral-político. En términos absolutos, el individuo es más (entidad real o substancial) que la sociedad, porque ella es un efecto y el hombre su causa. Por consiguiente, es por causa del individuo que la sociedad existe; luego, una persona (ser substancial en espíritu y materia) es una creatura de preeminente supremacía en- sí-mismo con relación al ser-en-sociedad que constituye tan sólo un medio de realización de la existencia humana. El bien social o bien común es aquél que comparten todos los miembros de la comunidad, y es sólo para el constitutivo de ésta que prevalece sobre el bien particular, pero siempre en la medida en que sea un bien participado y participante en beneficio de cada persona en su singular existencial. Entendida así la relativa sociabilidad humana, el individuo se coloca fuera o por encima de las apetencias de grupos intermedios y de intereses colectivos, y no deben éstos interferir en su intimidad, interioridad o privacidad, ni entorpecer su libre albedrío en orden al fin o bien último de la vida, puesto que la sociedad no tiene esencia o entidad substancial que lo trascienda, ni es de naturaleza superior al hombre mismo, ni existe creatura natural que lo supere, por que el ser humano -en virtud de sus atributos, dignidad y destino- tiene derechos naturales, universales e intemporales, y prerrogativas intangibles e incoercibles en su individualidad personal y trascendente, siendo el origen, el fundamento y la causa final del Estado y de la sociedad en su conjunto. “Una comunidad -en convivencia civil y política- está sólidamente fundada cuando tiende a la promoción integral de la persona humana y del bien común (…) Se trata de un principio que se ha dejado de practicar en las sociedades políticas, sobre todo por el influjo ejercicio a través de las ideologías individualistas y colectivistas”. “La autoridad política debe garantizar la vida ordenada y recta de la comunidad, sin suplantar la libre actividad de las personas y de los grupos sociales, sino disciplinándola y orientándola hacia la realización del bien común, respetando y tutelando la independencia de los sujetos individuales y sociales.(…). el sujeto (originario) de la autoridad política es el pueblo, considerado en su totalidad como titular de la soberanía. El pueblo transfiere, de diversos modos, el ejercicio de su soberanía a través de aquéllos que elige como sus representantes; pero retiene la facultad de ejercitarla en el control de las acciones de los gobernantes y también en sustitución de ellos, en caso de que no cumplan satisfactoriamente sus funciones.(…) el sistema de la democracia, merced a sus procedimientos de control, permite y garantiza su mejor actuación. El solo consenso popular, sin embargo, no es suficiente para considerar justas las modalidades del ejercicio de la autoridad política”. (Consejo de Justicia y Paz, Compendio de Doctrina Social, Bs. As.- Conferencia Episcopal Argentina -2005).

Jorge S. Muraro

El autor vive en la ciudad de Santa Fe y envió este artículo especialmente a la página www.sabado100.com.ar.

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